La abstinencia detrás de los muros: Reflexiones sobre personas privadas de libertad en Argentina

El impacto emocional de la abstinencia también deja huellas invisibles. No solo es el cuerpo reclamando una sustancia; es la mente tratando de acomodarse a la pérdida

En el imaginario social existe una idea persistente: cuando una persona con consumo problemático de sustancias ingresa a una cárcel, “al estar lejos de la sustancia”, dejará de consumir. Es una creencia cómoda, casi automática. Una especie de pensamiento mágico, según el cual la distancia física produciría una mejora emocional y conductual.

Pero la realidad es más compleja. Algunas abstinencias requieren cuidados médicos puntuales para no poner en riesgo la vida. Otras, sin un riesgo físico inmediato, pueden desencadenar angustias y ansiedades tan profundas que se vuelven intolerables. Nada de esto se resuelve forzando a una persona a sostener sola lo que la desborda.

Durante dos años, en distintas cárceles de Argentina, se implementaron talleres de Primera Ayuda Psicológica (PAP) dirigidos a personas privadas de libertad, a personal público y organizaciones de la sociedad civil. Ese trabajo dejó en evidencia un aspecto poco explorado en el debate público: el encierro, lejos de funcionar como un espacio de “desintoxicación”, suele ser un terreno que intensifica crisis emocionales, retraimientos, desregulaciones y dolores que se agravan en silencio.

Las voces que surgen de esos contextos ofrecen un retrato íntimo de lo que no suele verse. Una persona relató:

“Me agarraba una desesperación que no sabía de dónde venía. Sentía que me faltaba el aire, y no podía parar de pensar en todo lo que pasaba afuera.”

No se trata de “poca voluntad” ni de “falta de control”. Se trata de crisis de ansiedad, angustia profunda, conflictos internos que se potencian en la soledad del pabellón. Otro testimonio lo resume con una honestidad que desarma:

“Por mucho tiempo no hablé con nadie… pero la terminé pasando peor.”

El impacto emocional de la abstinencia también deja huellas invisibles. No solo es el cuerpo reclamando una sustancia; es la mente tratando de acomodarse a la pérdida abrupta de aquello que, aun dañando, funcionaba como anestesia de un dolor preexistente. Sin un sostén adecuado, esa transición se vuelve brutal.

Quien haya trabajado en cárceles sabe que mostrar sufrimiento puede vivirse como un riesgo. Que pedir ayuda se experimenta, muchas veces, como signo de debilidad frente al grupo de pares. Y que la soledad, esa soledad densa del encierro, actúa como un agravante silencioso.

En ese marco, la Primera Ayuda Psicológica aparece como un puente sencillo pero vital. No es un tratamiento especializado, no resuelve los problemas estructurales del sistema penitenciario, y no reemplaza la atención profesional en adicciones. Pero sí abre una puerta que a veces parece cerrada: la de la escucha activa.

Una presencia humana que no juzga ni presiona. Un espacio breve donde alguien puede decir “no estoy bien” o simplemente llorar sin sentirse en riesgo. Un mate compartido, un gesto respetuoso, una pregunta que no busca extraer información sino acompañar. Como cuenta otra persona:

“Nunca nadie me había preguntado cómo estaba, hasta que un día un compañero me frenó y lo hizo. Pude hablar por primera vez de lo que me pasaba.”

Ese tipo de encuentros no solucionan todo, pero sí aportan algo fundamental: disminuyen la soledad, esa que tantas veces se transforma en desesperanza.

Las crisis en contextos de encierro no son raras. Surgen ante noticias dolorosas de la familia, frente a la incertidumbre judicial, durante los primeros días en el sistema penitenciario, tras una requisa violenta o simplemente en la rutina sin horizontes de futuro. El encierro es un ambiente que amplifica cada emoción, cada pérdida, cada miedo.

Entonces, ¿cómo podría la abstinencia forzada, sin dispositivos adecuados, sin acompañamiento, sin tratamientos accesibles, convertirse mágicamente en recuperación?
¿Qué puede hacer una persona con su angustia, con su craving, con su dolor emocional si no tiene herramientas para canalizarlo ni profesionales a los cuales acudir?
¿Cómo esperamos que “no consuma” si no le damos alternativas reales para atravesar lo que siente?

La PAP no es la solución completa, pero sí una respuesta posible en un sistema que hoy no garantiza lo que debería: atención en salud mental, abordajes integrales, dispositivos de tratamiento, acompañamiento respetuoso y continuo.

El desafío no es menor. Requiere repensar políticas públicas, integrar equipos interdisciplinarios, formar al personal, ofrecer espacios de contención emocional y reconocer que la privación de la libertad no anula derechos.

El dolor de una abstinencia no acompañada no es una medida disciplinaria. Es un riesgo para la salud y, en muchos casos, para la vida. Y es, sobre todo, una experiencia humana que demanda cuidado.

La experiencia de estos años mostró que incluso en una cárcel, tal vez especialmente allí, un gesto empático puede abrir una grieta donde antes solo había desamparo. Que la escucha es una forma de sostén. Que la dignidad no se pierde salvo que decidamos no verla.

Y que ningún proceso de recuperación debería basarse en aguantar solo lo que duele demasiado.

 

Bibliografía:

Gorlero, C. (2025). Manual metodológico para la aplicación de la Primera Ayuda Psicológica en contextos de encierro: recomendaciones y herramientas para su aplicación recogidas del intercambio en los talleres de formación de la Red Creer. Fundación Alimentaris. Argentina. Disponible en:

 

https://www.issup.net/es/knowledge-share/resources/2025-09/manual-metodologico-para-la-aplicacion-la-primera-ayuda-1

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