El debate sobre las problemáticas asociadas a los tratamientos psicofarmacológicos de larga duración es, hoy en día, prácticamente inexistente. Nos encontramos frente a una complejidad que no suele abordarse en las consultas de psiquiatría ni en el ámbito del trabajo comunitario en salud mental. Una de las consecuencias de mirada crítica alrededor de la cronificación de las pautas farmacológicas conlleva que, los pacientes no tengan espacio para esta reflexión y no se puedan plantear las consecuencias a largo plazo de determinados fármacos ya que la percepción de riesgo es, o muy baja o inexistente. Eso suele estar asociado a la falta de cuestionamiento y reflexión que existe en el marco de las drogas pautadas en el contexto médico, ya que ni tan siquiera suelen ser consideradas como tal. Vemos, en consecuencia, que el consumo de fármacos prescritos no es problematizado de la misma forma que las otras drogas, desatendiendo a la realidad de que los fármacos que se prescriben también son drogas y muchas con un potencial de adicción superior a las entendidas como drogas ilegales o legales de consumo principalmente recreativo. En este artículo se propone la reflexión sobre esta cuestión, poniendo el foco en las drogas psicofarmacológicas, concretamente en las benzodiacepinas.
Las benzodiacepinas son medicamentos depresores del sistema nervioso que tienen efectos tranquilizantes o inductores del sueño. Se usan en psiquiatría como ansiolíticos e hipnóticos. Existe una gran controversia entorno a la seguridad de estos fármacos por la dependencia que pueden generar. Son fármacos que generan una alta tolerancia en poco tiempo y por lo tanto la dependencia se convierte en una consecuencia de su uso, sobre todo en tratamientos de larga duración. La tolerancia genera que cuando se deja el tratamiento se desencadene un efecto de rebote (reaparecen los síntomas y a menudo con mayor intensidad) hecho directamente relacionado con la abstinencia (1). Debido a la cuestión de la tolerancia que generan estas sustancias, existe un cierto consenso sobre la duración de los tratamientos (menos de un mes de consumo en pauta diaria), pero en muchos casos esta limitación no es viable para tratar la sintomatología del paciente o el fármaco es prescrito de forma menos controlada y queda disponible para el paciente que se autoadministra sin una indicación clara del uso que se debe hacer del fármaco después de un periodo agudo. Además, un dato clave y muy ilustrativo de la problemática asociada al consumo de estos fármacos es la alta prescripción que existe de estos, sobre todo en el caso de España, país con la mayor tasa de dispensación de benzodiacepinas a nivel mundial (2). Este dato nos indica que: la prescripción se realiza sin tener en cuenta los riesgos y sin facilitar información a los pacientes sobre reducción de riesgos en su uso, sobre sus efectos, tolerancia y dependencia.
A su vez, se genera un importante sesgo de género en la toma de benzodiacepinas al ser las mujeres y personas trans* las que consumen con más frecuencia estos fármacos y, en consecuencia, aún está más invisibilizada la problemática asociada al consumo y su derivación en una posible adicción, ya que, estructuralmente, los consumos problemáticos son más visibles en hombres cis. El sesgo de género en la prescripción de benzodiacepinas y otros psicofármacos es, en parte, debido a la patologización del sufrimiento feminizado y el silenciamiento de numerosos síntomas físicos bajo el pretexto de la somatización y asociación de muchas situaciones, sintomatologías y patologías que no se contemplan y se asocian a la salud mental como raíz del problema (3). Las adicciones en mujeres y personas trans* suponen un abordaje más complejo por el doble estigma que recae en sus consumos y por el autoestigma de las propias personas que viven esta realidad (4). En el caso de adicciones a sustancias no percibidas como problemáticas o como drogas (como las drogas farmacológicas), contamos con un factor de complejidad añadido que, principalmente, dificulta aún más generar estrategias de detección por parte de las pacientes y para el trabajo y abordaje sobre la cuestión del consumo problemático.
Los consumos de benzodiacepinas son complejos y diversos. En cuanto a sus usos médicos, existen diversas posibilidades; la prescripción que se centra en sus efectos para mejorar los síntomas de la ansiedad y el pánico en casos de crisis y urgencia, es decir, el uso del fármaco cómo rescate en situaciones de sintomatología aguda. Seguidamente, veríamos los tratamientos de larga duración o cronificados, para tratar niveles de ansiedad basal elevados o cuadros psiquiátricos más complejos. Existe también el uso de benzodiacepinas asociado exclusivamente al insomnio y alteraciones del sueño y a otras sintomatologías como el dolor muscular o el dolor crónico. Fuera del marco médico encontramos los consumos recreativos o no prescritos. Estos buscan los efectos psicotrópicos deseados de las benzodiacepinas, como relajación y cierto estado de evasión. Estos consumos pueden darse totalmente separados del marco prescrito, pero a menudo los encontramos que están relacionados. Pacientes con una prescripción médica de estos fármacos, por la disponibilidad del fármaco y por otros muchos factores relacionadas en las motivaciones existente en el uso de drogas en general, consumen dosis más elevadas por cuestiones diversas. Como pueden ser la búsqueda de otros efectos de tipo recreativo, el aumento de la tolerancia al fármaco o el cambio en la sintomatología y por lo tanto la necesidad de aumentar la dosis.
En cualquiera de los usos mencionados, las benzodiacepinas pueden generar problemas de dependencia de una forma rápida, debido a la tolerancia que generan de forma relativamente rápida (según su tiempo de acción). La dependencia en este caso, sobre todo cuando se da fuera del uso recreativo (en el que la percepción de riesgo sobre una sustancia es más elevada debido que el contexto permite asociar el consumo a la toma de drogas) es difícil de identificar y a menudo imposible, debido a la ininterrupción del tratamiento. Las personas con pautas crónicas, rara vez dejan de tomar el fármaco, pero en el caso de algún descuido o problema de adherencia al tratamiento, rápidamente se empiezan a notar los efectos de rebote y abstinencia por la falta de ingestión del fármaco. En el caso de que llegue un momento que en la prescripción se propone una reducción de dosis para abandonar el tratamiento o en el caso de que la persona decida abandonar el tratamiento una de las premisas básicas es que la deshabituación tiene que hacerse de forma extremadamente paulatina (5), en caso contrario aparecen síntomas indeseados, efectos de rebote y un síndrome de abstinencia importante. Además, uno de los datos claves de la abstinencia con las benzodiacepinas y, a la vez muy desconocido por los usuarios, es la extensión en el tiempo de los síntomas de la abstinencia. Se estima que esta puede durar entre seis meses y un año y generar un cuadro clínico altamente inhabilitante (6). Aun así, la percepción sobre estos fármacos sigue desligada totalmente del imaginario de droga, adicción, deshabituación y abstinencia.
Manuales diagnósticos psiquiátricos como el DSM-V, reconocen la adicción a estos fármacos como un trastorno por consumo de drogas (1). Entonces surge la pregunta, ¿en el contexto social, se entienden las problemáticas de dependencia de estos fármacos como una drogodependencia? Son fármacos que se toman por prescripción y, ocurre, que la cronificación de los tratamientos es habitual a causa de la problemática de la dependencia generada y la complejidad en el manejo de la abstinencia. La cuestión es que los pacientes crónicos con estas prescripciones suelen ser pacientes con complejidad psiquiátrica importante o inhabilitante y que, por lo tanto, acumulan muchos años de consumo y pautas que indican tomas de dosis muy elevadas. Así vemos que cuando los pacientes se cuestionan su dependencia a las benzodiacepinas después de años de tratamiento y presentan una adicción, el sistema psiquiátrico no entiende esta cuestión como tal, no clasifica como una drogodependencia esta realidad. Aquí aparece de nuevo el sesgo de género, diagnosticar adicciones a mujeres es menos común que hacerlo en hombres. Nos encontramos entonces que este consumo no se clasifica como problemático (aun existiendo una categoría diagnostica) y en cambio sí que se clasifica rápidamente como consumo problemático un uso de cocaína, por ejemplo, en el que, además, encontramos dinámicas muy diferentes a las del uso de benzodiacepinas, como por ejemplo no presentar una dependencia diaria de esa sustancia.
Como conclusión, los consumos problemáticos de benzodiacepinas no se entienden como drogodependencias y no son abordadas como tal. Es posible que el propio sistema psiquiátrico no diagnostique la adicción a las benzodiacepinas en parte porque es el propio sistema quien genera esta dependencia a falta de recursos diversificados para el abordaje complejo e integral de las problemáticas en salud mental. Esta falta de reconocimiento de la dependencia a las benzodiacepinas genera un vacío en el abordaje de las adicciones que se producen derivadas de los tratamientos farmacológicos. No hay fármacos de sustitución efectivos ni pautas accesibles y claras para la deshabituación de estas sustancias, hecho que genera un problema para dejarlas y, sobre todo, impera una baja percepción del riesgo de desarrollar una dependencia al tratamiento. A su vez, la desinformación genera un desconocimiento sobre los efectos de la cronificación de los tratamientos basados en benzodiacepinas. Efectos indeseados a largo plazo, como por ejemplo la afectación de la memoria. No existe una información accesible que explique las consecuencias del uso de benzodiacepinas y hay pacientes que no pueden asociar diversos síntomas o efectos indeseados a la toma de estas sustancias. Con la desinformación, el paciente no ve como problemático su consumo, y, si lo ve, no puede acceder a una atención especializada en drogodependencias, sino que seguirá bajo supervisión psiquiátrica.
Finalmente, una pequeña reflexión sobre las barreras simbólicas basadas en el estigma de las drogodependencias. Su peso nos aleja de situar esta problemática en nuestra propia persona. Además, el poder hegemónico de la medicina y la psiquiatría nos llevan a la conclusión de: si tomo lo que me dice el medico no puedo ser adicto a la sustancia que me receta. Mirar hacia otro modelo incluye la incorporación de una mirada comunitaria, de reducción de daños y de devolver la agencia a los pacientes psiquiátricos. Necesitamos pautas de deshabituación específicas que eviten, en la medida de lo posible, el malestar de la abstinencia y ofrecer, en los casos más complejos, una atención complementaria en servicios especializados en el seguimiento y tratamiento de las drogodependencias.
Bibliografía
(1) Guía de consenso para el buen uso de las benzodiacepinas. Gestión de riesgos y beneficios (2019). Socidrogalcohol.
(2) Informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes correspondiente a 2024. (2025). Naciones Unidas: Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes.
(3) Consumo de hipnosedantes. Análisis histórico desde la perspectiva de género (2018). Fundación Atenea
(4) Extrañándonos de lo ‘normal’. Reflexiones feministas para la intervención con mujeres drogodependientes. (2009). Patricia Martínez Redondo
(5) Guía de Práctica Clínica para el Manejo de Pacientes con Trastornos de Ansiedad en Atención Primaria. Guías de práctica clínica en el SNS. (2008). Ministerio de Sanidad y Consumo. Gobierno de España.
(6) López Vantour, A., Aroche Arzuaga, A., Bestard Romero, J., & Ocaña Fontela, N. (2010). Uso y abuso de las benzodiacepinas. Medisan, 14(4), 0-0.



