Se cumple una década de expansión de los planteamientos de la reducción de riesgos en Europa y, si bien su implantación en España ha tenido lugar con cierto retraso en relación con otros países como Inglaterra, Holanda o Suiza, puede decirse que se han extendido con gran rapidez en nuestro país. Intervenciones como los programas de intercambio de jeringas (PIJs), los de mantenimiento con metadona (PMM), o programas outreach de promoción de la salud se encuentran en la actualidad bien implantadas en nuestro país. Resulta ahora oportuno efectuar un balance del camino recorrido y examinar con más serenidad los aspectos mejorables en el futuro.
A nivel cuantitativo, es difícil determinar en qué grado los recursos actuales se adecuan a las necesidades. El volumen de pacientes en PMM ha presentado un continuo incremento, pasando de 9.470 en 1992 a 51.120 en 1997; ¿qué cifras deberíamos alcanzar en el futuro?, ¿existe algún límite?. Países como Suiza o Holanda han alcanzado un nivel de estabilización con una proporción del 50-60% de la población dependiente de opiáceos en PMM. La prevalencia de dependientes de opiáceos se ha estimado en Suiza en un 0,45% de la población general; otros análisis la sitúan en torno al 0,3%. Una extrapolación a la población española nos conduciría a una prevalencia de 120 a 180.000 dependientes opiáceos, cifras que supondrían una hipotética necesidad global para España situada entre las 70 y las 90.000 plazas de tratamiento.
Más difícil resulta prever la necesidad en términos de PIJs; si su vocación original fue paliar una carencia existente -pues el material de inyección era poco accesible-, la progresiva normalización y aceptación del tema los hace menos indispensables en su función de estricto punto de suministro. Sin embargo, el gesto aparentemente mecánico que supone la entrega de una jeringa resulta mucho más complejo, pues le suelen acompañar muy diversas intervenciones que van de la simple higiene a la prevención primaria, secundaria y terciaria de patologías somáticas, desde la información a la educación sanitaria, desde la alimentación hasta una socialización elemental. En definitiva, los PIJs se han convertido en el vehículo de lo que los británicos bautizaron como modelo de aceptación. Con frecuencia los dependientes de heroína altamente marginados encuentran en ellos un espacio privilegiado y único en el que son reconocidos como personas y en el que encuentran respuesta a sus necesidades más elementales. Si es cierto que cabe esperar que se facilite cada vez más el acceso a material de inyección en lugares inespecíficos, parece probable que se requiera ampliar las prestaciones paralelas que suelen ofrecer los PIJs.
Cuando nos referimos a riesgos solemos centrarnos en los aspectos somáticos (infecciones, sobredosis, hipertermia); pero más allá de esta visión reduccionista, deberíamos extender la «filosofía» de la reducción de riesgos a otros como las condiciones sociales de vida precarias, la marginalidad y la soledad, los trastornos psiquiátricos asociados o los embarazos no deseados, fijándonos objetivos generales que incluirían las mejoras en las condiciones sociales de vida, la prevención primaria, secundaria y terciaria de trastornos psiquiátricos y la reducción de los riesgos asociados al consumo, tanto a nivel psicosocial como somático. Entre los objetivos mencionados se incluiría como medio la propia abstinencia y todas aquellas intervenciones clásicamente propuestas para facilitarla.
La presente reflexión intenta poner de manifiesto el hecho de que si la esencia de la «filosofía» de la reducción de riesgos es adaptar en todo momento el tipo de intervención a las necesidades y posibilidades del sujeto, la evolución deseable sería que el conjunto de profesionales se apropien de tal filosofía y la apliquen en su ámbito de acción.
Hipotéticamente, un mismo sujeto podría frecuentar en pocos meses un PIJ, un PMM de «bajo umbral», un PMM llamado de «alta exigencia», un hospital general, una consulta psiquiátrica, diversas estructuras de servicios sociales, una unidad hospitalaria de desintoxicación, un programa «libre de drogas», la prisión y una comunidad terapéutica, fluctuando de un recurso a otro. Por más que los profesionales nos obstinemos en delimitar nuestro ámbito de acción mediante categorías artificiales como el «bajo umbral» o los programas «libres de drogas», ha llegado el momento de la integración.
Deberíamos aceptar que tratamos una población compleja de individuos en diferentes estadios evolutivos entre los que van efectuando avances y retrocesos, con unas posibilidades de adaptación y unas necesidades cambiantes, y que en definitiva nos corresponde como profesionales afinar en permanencia nuestra capacidad de adaptar nuestro modelo de intervención a las posibilidades y necesidades de cada individuo en cada momento.
Llevan nuestros clientes muchos años adaptándose a nuestro modelo terapéutico; tras una etapa en la que nos hemos dedicado a ampliar el abanico de recursos y prestaciones, ha llegado el momento de que aprendamos a servirnos de todo ello para ser nosotros quien nos adaptemos. Ello supone alejarnos progresivamente de concepciones dicotómicas en las que se contrapone la reducción de riesgos a otros modelos, y aceptar que en un PIJ se puede intervenir de un modo psicoterapéutico y que en el seno de una terapia del tipo que sea, no sólo se puede sino que se debe mantener in mente y aplicar los conceptos de la reducción de riesgos.
Fdo.: Dr. Miguel del Río
Psiquiatra. Area de Toxicomanías.
Hospital Mutua de Terrasa. Barcelona