Cada 25 de noviembre repetimos cifras, discursos y compromisos institucionales. Sin embargo, tres décadas después de Beijing+30 y de los reiterados avisos de ONU Mujeres, la realidad sigue siendo la misma: la violencia estructural contra las mujeres continúa intacta, y algunos de sus pliegues más profundos permanecen invisibles. Uno de ellos es la intersección entre violencia de género, consumo de sustancias y trauma, una realidad cotidiana para miles de mujeres que sigue fuera de políticas públicas, de currículos universitarios y de la mirada clínica dominante. La consecuencia es devastadora: se patologizan síntomas que son respuestas lógicas al trauma y se responsabiliza a las sustancias de actos que nacen del patriarcado.
La narrativa simplista —la que atribuye la violencia a los consumos, especialmente a los consumos de los agresores— opera como un velo político y social que desvía la atención del origen real: la desigualdad estructural que sostiene la dominación masculina. Si el consumo fuese la causa, la violencia desaparecería cuando la sustancia desaparece. Pero no es así. La violencia de género persiste en la sobriedad, crece en la abstinencia y se reproduce en los espacios donde las drogas nunca han estado presentes. Culpar a las sustancias es un atajo cómodo, una manera de evitar la incomodidad de mirar de frente al sistema que produce, permite y justifica la violencia contra las mujeres.
En el caso de las mujeres que consumen, la lógica del sistema opera en sentido inverso: no solo se las culpa por consumir, sino que se utiliza ese consumo para invalidar su experiencia de violencia. La mujer que usa sustancias deja automáticamente de ser “víctima legítima”. Sus palabras se ponen en duda, su credibilidad se diluye y su historia se lee a través del estigma. El consumo se convierte en argumento para desoír, para sospechar, para disciplinar. Pero el consumo, para muchas, no fue causa, sino consecuencia: una forma desesperada de sostener un cuerpo hiperactivado, una mente fragmentada o una vida marcada por violencias previas no reconocidas.
La violencia de género no nace en las sustancias, sino en un orden social que sitúa a las mujeres en posiciones de subordinación desde la infancia. El trauma complejo, la disociación, la hiperactivación o la dificultad para regularse no son patologías individuales, sino marcas de una vida atravesada por múltiples violencias acumulativas a lo largo de la vida, porque desde el punto de vista de los determinantes sociales de la salud, ser mujer es un factor de riesgo. Sin embargo, el sistema sanitario responde con ansiolíticos, hipnosedantes o antidepresivos. La pastilla calma, pero también silencia. Aplana la emoción, borra la narrativa, reduce la capacidad de identificar y reacciona. La medicalización masiva, lejos de ser un gesto de cuidado, se convierte en una herramienta institucional que facilita la gestión del sufrimiento sin atender a su origen.
El problema se agrava cuando observamos cómo se forman las y los futuros profesionales que acompañarán a estas mujeres. En la mayoría de currículos universitarios, la violencia se estudia como concepto aislado, el consumo como un fenómeno químico y el trauma como diagnóstico individual. No se aborda su intersección, no se habla del efecto acumulativo de las violencias, no se enseñan las funciones que pueden cumplir los consumos, no se analizan los daños de la medicalización indiscriminada ni se problematiza el rol del patriarcado en la producción del sufrimiento, o al menos no se hace desde una mirada interseccional y de manera sistematizada. Esta omisión académica se traduce después en prácticas asistenciales que replican el mismo error: se fragmenta la vida, se reducen los síntomas a etiquetas y se pierde de vista la estructura que produce el daño.
La hiperindividualización neoliberal también juega su papel. Bajo la lógica del “cada una es responsable de su vida”, el trauma se transforma en debilidad personal y el consumo en falta de voluntad. No se consideran las condiciones materiales: la pobreza, la maternidad en solitario, la violencia previa, la ausencia de redes, la precariedad habitacional, la falta de tiempo, la imposibilidad de acceder a cuidados. Se pide autorregulación emocional a mujeres cuya vida ha sido la negación constante de la seguridad i vínculos seguros. Se exige adherencia terapéutica a quienes han tenido que recurrir a las sustancias para sobrevivir, como estratégia de afrontamiento. Se responsabiliza a las víctimas mientras el sistema que las violenta permanece intacto, y los equipos que formamos parte de este sistema también reproducimos violencia. Analizar nuestras práctictas es urgente.
Los servicios, lejos de compensar estas desigualdades, las amplifican. En la red de violencia, los consumos no se preguntan porque emergen como criterios de exclusión de los dispositivos de protección. Pero, paradójicamente, no se cuestionan las pautas crónicas de psicofármacos, aun cuando producen sedación, dependencia y silenciamiento del trauma. Esta doble vara construye una moral institucional donde hay sustancias sancionadas y sustancias legitimadas, y, con ellas, modelos de víctima “válida” y víctima “inválida” que condicionan el acceso a derechos. La red de adicciones no explora (ni aborda) de forma sistemática la violencia de género, pese a que las cifras son inequívocas: ocho de cada diez mujeres con adicciones han vivido o viven violencia. Cuando esta realidad no se detecta o se invisibiliza, se pierde el foco esencial y quedan invisibles las dinámicas específicas y complejas que se generan entre violencia y consumo, dinámicas que requieren ser abordadas de manera simultánea, detallada y especializada. Entre estas fronteras quedan las mujeres: sin un “diagnóstico integral”, sin acompañamiento adecuado y sin posibilidad real de reparación. La fragmentación institucional no es un accidente: es un fallo estructural que genera abandono y produce revictimización. Y entonces, ¿cómo podemos seguir hablando de “abordajes centrados en la persona” cuando se siguen ignorando dimensiones nucleares de la vida de las mujeres? ¿Quién es, por tanto, “la persona” para un sistema que sigue sin verlas?
Frente a este panorama, el 25N no puede quedarse en un ritual vacío. Exige una posición clara. Exige señalar el error conceptual que se repite año tras año: la violencia de género no nace en los consumos, sino en la desigualdad estructural. Exige denunciar los silencios académicos, la falta de formación, la ausencia de enfoques de trauma, la delegación del sufrimiento en psicofármacos, la negligencia institucional, la investigación reduccionista que perpetua estas narrativas y las prácticas que expulsan a las mujeres de los sistemas que deberían sostenerlas.
Lo que necesitamos no es más control ni más sedación, sino más escucha, más formación, más análisis estructural y más políticas públicas capaces de asumir la complejidad real de las vidas de las mujeres. Necesitamos currículos universitarios que integren trauma, violencia, consumo y derechos humanos desde una perspectiva interseccional, entendiendo que la ética profesional no puede reducirse a diagnosticar síntomas ni a convertir la vida de las mujeres en problemas individuales por “falta de esfuerzo”.
Porque las rutinas vitamínicas, los eslóganes motivacionales y las campañas puntuales no transforman condiciones de vida. Lo que transforma son políticas públicas comprometidas, capaces de conceptualizar bien para acompañar bien —no por caridad, sino por derechos y por justicia social—. Necesitamos servicios que pregunten siempre por ambas realidades, que no fragmenten las experiencias, que no conviertan el sufrimiento en etiquetas, ni los consumos en pretexto para suspender protección.
Y urge abandonar el reduccionismo biomédico que convierte el patriarcado en una supuesta cuestión de dopaminas, cortisol y desequilibrios neurológicos flotando en la nada. Ese discurso, aunque se presente como científico, opera como un mecanismo de culpabilización y neoliberalismo emocional, simplificando el trauma y desviando la mirada de las desigualdades estructurales.
La violencia de género no se explica desde las sustancias. Se explica desde el poder. Y mientras no nombremos su origen real —y no coloquemos las sustancias en un lugar secundario, contextual, nunca causal— seguiremos produciendo intervenciones que no llegan, protocolos que no sirven y políticas que no transforman, reforzando la revictimización que decimos combatir.
Este 25N la exigencia es clara: la responsabilidad es social e institucional. Nombrar bien el origen de la violencia de género —y en particular la que viven las mujeres que consumen sustancias— es imprescindible, porque cuando confundimos la causa desviamos la intervención, culpamos a quien sufre y dejamos intacto al sistema que la produce. La violencia nace del poder, no de las drogas. La urgencia es colectiva. El cambio, inaplazable.



