A tenor de las manifestaciones que se están produciendo en los últimos tiempos, parece crucial reconducir el debate sobre el cannabis, de forma que quede bien separada, en todo lo que sea posible, la visión de los expertos en salud pública de la del resto de ciudadanos, instituciones, etc. que quieran manifestarse sobre el tema. Es un hecho que las sociedades toman decisiones como pueden ser autorizar el uso de armas entre particulares en USA, la pena de muerte en muchísimos países, la enseñanza obligatoria hasta determinada edad, el uso obligatorio del cinturón o la prohibición de fumar tabaco en espacios públicos contando o sin contar con los informes de los profesionales. Desde esta perspectiva, alguien puede decidir luchar por lo que cree su derecho a cultivar plantas de marihuana o a fumar cannabis tranquilamente en un lugar público sin ser sancionado. La perspectiva del experto es sin embargo muy distinta; en relación con el debate que nos ocupa debe realizar informes con las evidencias que tiene a su disposición acerca de los peligros o ventajas que resulten del uso y abuso, de los efectos que tiene una mayor accesibilidad a las sustancias o de la perdida de la percepción de peligrosidad.
Es muy importante que ambos discursos no se entremezclen, de forma que el ciudadano de a pie sepa si está ante los planteamientos de un movimiento social o ante datos con alguna base científica. Pero a veces, deliberadamente o no, se crea cierto confusionismo utilizando sesgadamente datos empíricos para apoyar las tesis defendidas. El caso más paradigmático, como sabemos todos, es el del «cannabis terapéutico». ¿Qué tendrá que ver que el cannabis tenga propiedades antieméticas para las personas que están sometidas a una quimioterapia con el consumo recreativo de dicha sustancia? Creo que poco. Sin embargo no hay debate sobre la legalización del cannabis en el que no se aborde dicha cuestión. Y, como consecuencia de dicho malentendido, mucha gente acaba con la idea de que el cannabis no tan solo no es malo, sino que es terapéutico y que sólo oscuros intereses de algunos grupos impiden la legalización de un producto tan útil.
¿A qué conclusión nos llevan nuestros estudios –a veces, es cierto, insuficientes como expertos acerca de la prevención del uso y del abuso de las drogas legales e ilegales? Pues a insistir en que las medidas más eficaces comprobadas son disminuir la accesibilidad, elevar los precios, conseguir que los potenciales usuarios tengan una percepción negativa, ejercer una presión social contra su uso, eliminar la publicidad… y, en bastante menor medida, la prevención en la escuela y en la familia. Esto es totalmente valido para el alcohol y el tabaco, y es el sentido que tiene la actual Ley sobre el tabaco: dificultar el acceso y el uso de esa sustancia. En los países de nuestro entorno donde se aplican restricciones importantes al alcohol y al tabaco está disminuyendo su consumo. ¿Por qué iba a funcionar con distinta lógica el cannabis, cuando sabemos por diversos estudios que la ilegalidad no es actualmente un acicate para su consumo?
También como profesionales sabemos acerca de las importantes limitaciones de las políticas preventivas y de las prohibicionistas. Su aplicación puede explicar, en el mejor de los casos, una disminución limitada del consumo y de los problemas que acarrea. Se hace trampa por tanto cuando se insiste en el fracaso de las políticas prohibicionistas y de la prevención en la medida en que no han hecho desaparecer el problema. ¡Nunca va a desaparecer el problema¡ Cierto es que la trampa ya nace desde los mismos prohibicionistas cuando creen que las leyes y la policía van a ser elementos absolutamente determinantes. La prevención y la prohibición tienen una eficacia –cuando la tienen forzosamente limitada. Pero, en términos de salud pública, una disminución de un 2% o un 3% sobre una conducta de riesgo determinada es un éxito importantísimo.
Desde los movimientos procannabis se pone acento acerca de que muchos de los efectos secundarios del cannabis se deben a su actual estatus ilegal. No soy un experto en temas como la corrupción o el blanqueo de dinero, y sólo diré que veo difícil la desaparición de estos fenómenos gracias a la legalización; a menos que prácticamente se regalase el cannabis legal, siempre habrá un espacio para el negocio ilegal. Pero sí conviene aclarar el tan manido problema de la adulteración. Entiendo que como ciudadano es muy injusto que te ofrezcan menos de lo que tú crees que estás comprando, pero desde el punto de vista de la salud pública no conozco estudios que muestren que los adulterantes habituales del cannabis sean más perjudiciales que el propio cannabis.
Volviendo al tema de la normalización del consumo (de cannabis, de tabaco, de éxtasis…), sabemos que facilita el inicio más temprano y aumenta la prevalencia, retrasa que la gente pida ayuda, al tiempo que dificulta que los programas preventivos consigan sus objetivos, puesto que éstos funcionan mejor cuando van a favor de la opinión mayoritaria. A partir de estos hechos, es difícil entender que desde plataformas de expertos en salud pública pueda apoyarse dicha normalización. Pero también sabemos que la legalización del cannabis no sería el final del mundo –como tampoco la prohibición es la panacea; en el caso de que esto ocurriese, nuestra misión sería la de adaptarnos a las nuevas circunstancias. De hecho, ya estamos en gran medida ante una situación normalizada de facto en los usos sociales de amplias capas de la población juvenil, en la que la legalización pocos cambios introduciría.
El movimiento procannabis presenta el «modelo holandés» como el paradigma de la normalización y de los beneficios de la legalización, el modelo al que los oprimidos españoles deben dirigir sus miradas. La comparación entre países siempre es complicada porque son muchos los elementos a considerar, pero juguemos un poco a la comparación con el «modelo español». Algunos datos: el número de coffee shops que se sitúan sobre todo en las grandes ciudades, muy orientadas a los turistas esta en descenso por las presiones de la propia sociedad holandesa. Excepto en las grandes ciudades, la presión social contra los consumidores es bastante alta, se confiscaron 884.000 plantas frente a 68.000 en Alemania en el 2001 –obviamente con multa y posible cárcel y, curiosamente, su código penal no ha despenalizado el uso del cannabis (aunque en la práctica la persecución de los consumidores no sea una «prioridad» para la policía). Y ahí radica precisamente la especificidad del «modelo holandés»: en la gedoogbeleid. Se trata de una práctica social que consiste en la habilidad que deben ejercer las instituciones, y la población, a la hora de regular el comportamiento desviante, dejando la aplicación de las leyes para las ocasiones en que esta autorregulación no acaba de funcionar. El admirador español se queda solo con el espejismo de los «coffee shops» y de la no intervención, pero nadie le explica el compromiso social activo existente, en ésta y en otras cuestiones, dentro de la propia sociedad holandesa para que esto pueda ser una realidad. Es decir, para que pueda existir cierta pasividad policial o de las autoridades debe darse un compromiso real de la sociedad para evitar los problemas.
¿Cuál es el «modelo español»? Encabezamos con los ingleses el consumo en Europa, tenemos el precio en la calle cinco veces más barato que en Holanda, un 66% de los jóvenes dicen que les sería fácil conseguir droga en o cerca de la escuela (frente a un 39% en Holanda) y en 10 años ha pasado del 12% al 25% el porcentaje de adolescentes de 14 a 18 años que dicen haber consumido en el último mes. Todo ello se esta dando junto con una tolerancia social de facto muy alta y una corriente de opinión, que crece muy rápidamente, de apoyo a la legalización del cannabis. En el marco de este modelo de creciente consumo los consumidores deben seguir ejerciendo su derecho de poder consumir con más tranquilidad –según los procannabis, y nadie debe pensar en deberes y responsabilidades colectivas para nadie, pues se supone que los consumidores bien informadas se autorregulan y que los problemas se producen exclusivamente como resultado de la prohibición. Pero sabemos que esta autorregulación sólo se da en el caso de personas adultas que no tengan dependencia (y ello sin plantear los factores de riesgo de abuso, como la predisposición genética, que pueden afectar el márgen de decisión de algunos individuos).
La lección es clara. Si quieres menos normativa, tienes que impulsar el control informal, pues ahí radica precisamente la cultura: una combinación entre la búsqueda del placer y la adaptación a otras necesidades individuales y colectivas. Parece sin embargo que desde los movimientos procannabis sólo se quiere destacar este derecho al placer, sin querer entrar en cuestiones menos populares. Es difícil saber exactamente qué es lo que lleva a tanta gente a movilizarse para que se pueda fumar cannabis con más tranquilidad (si cabe). Pero estaría bien que estos grupos asumiesen responsabilidades y se comprometiesen pedagógicamente (pues ellos también pueden producir efectos secundarios). Están por resolver temas como el consumo de los adolescentes, o el hecho de que esté creciendo sobre todo el uso habitual y como «anestésico» del cannabis (no para divertirse, sino para desconectar, dormir, relajarse, pasar de todo…). Es también necesario advertir de problemas relacionados con la conducción o con el aprendizaje, sobre los que los colectivos concienciados en estos temas pueden ayudar a una sociedad poco entrenada en la búsqueda de soluciones colectivas a sus problemas
Firmado: Amador Calafat
Psiquiatra. Director de la Revista Adicciones
Fuente original de publicación: Boletín CDD 125. Observatorio Vasco de Drogodependencias