“Las palabras son el vestido del pensamiento” (Samuel Johnson, 1709-1784)
A lo largo de los últimos veinte años, se han ido sucediendo diferentes términos para definir a las personas que consumen drogas; aunque pueda aparecer como supuestamente irrelevante, la Semántica de los términos que utilizamos posee un efecto muy concreto en cuanto al valor y contenido de nuestros mensajes, por la asociación de ideas que lleva a cabo el receptor ante los mismos. Y las personas que consumen drogas no son una excepción.
A continuación, propongo un breve análisis socio-semántico para que podamos ser conscientes de cómo algunas de nuestras actuaciones se ven mediatizadas y, en bastantes casos, limitadas por nuestra utilización de ciertos términos.
La palabra “drogadicto”, una expresión heredada del inglés drug-addiction, hace referencia a la adicción (que, sin embargo, es de etimología latina). Socialmente, es una expresión que ha ido convirtiéndose en peyorativa, asociándose a delincuencia sobre todo. Despectivamente, se ha acuñado el término de argot “drogata” para referirse también así a los consumidores de drogas. Su significado, según el Diccionario de la Real Academia de Lengua Española (en adelante, DRAE) es: “Hábito de quien se deja dominar por el uso de alguna o algunas drogas tóxicas, o por la afición desmedida a ciertos juegos”. Con lo que un drogadicto es aquel que se deja dominar por las drogas, evidentemente. Esta definición supone una personalización de las sustancias absolutamente contraproducente para la intervención, dado que se le asigna a una sustancia una capacidad que no tiene, la de dominio, siendo un objeto inanimado. Y su utilización sitúa al consumidor de drogas en la posición de dominado, víctima del poder de algo… que no lo tiene en realidad. Esta posición lo que supone, sobre todo, es la irresponsabilidad del consumidor ante su consumo, lo cual dificulta bastante las posibilidades de intervenir.
La palabra “toxicómano” se origina a partir del vocablo manía. Socialmente, también ha adquirido connotaciones peyorativas, por asociación a delincuencia y a otra palabra como vicio, especialmente relacionada con la definición que el DRAE da de la manía como un “afecto o deseo desordenado” (porque no creo que haya que tener en cuenta las otras dos definiciones, de las que una alude a locura y la otra a extravagancia, capricho). De la toxicomanía dice el DRAE que es el “hábito patológico de intoxicarse con sustancias que procuran sensaciones agradables o que suprimen el dolor”. Aquí, en vez de eliminar la responsabilidad del consumidor, se le entrega toda pero acompañada de una acusación formal que le haga sentirse culpable de serlo, ya que tiene el hábito de intoxicarse. Todos conocemos a personas que se ponen en tratamiento y tanto ellos como sus familias hablan con culpabilidad de sí mismos como unos viciosos sin remedio. También en este caso se han producido asociaciones de argot, aunque en este caso sea un argot peculiar, en que el apelativo que utilizaban los consumidores al referirse a ellos mismos era el de “tóxicos” e incluso “toxiquillos”, con el componente de peligro público asociado a la utilización de tales términos.
La palabra “drogodependiente” ha ganado en uso desde finales de los años ochenta hasta ahora: es la única que no ha alcanzado un status socialmente peyorativo, pero aparece asociada, y mucho más recientemente, a la de enfermo; así, en medios de comunicación y demás, se habla de “enfermos drogodependientes”. Una vez más, según el DRAE, la drogodependencia es el “uso habitual de estupefacientes al que el drogadicto no se puede sustraer”; y, si no se puede sustraer, ya me dirá el lector qué puede hacer. Además, se define la dependencia como la “subordinación a un poder mayor”, con lo que se vuelve a caer en el error de dotar a una sustancia de una capacidad que no tiene. Y si, para acabar de arreglarlo, le añadimos el término “enfermo”, que remite a la “alteración más o menos grave de la salud” que sólo puede curar un especialista, completamos el circuito de dependencia hasta un extremo aún mayor: el consumidor de drogas no sólo es controlado por la sustancia, sino que sólo puede ser curado por un especialista. Su responsabilidad es inexistente, tanto en el consumo, como en su salida del mismo, por tanto. Luego debe dejarse hacer. Es indudable que, si comparamos la asociación del término enfermo con el de consumidor de drogas frente a la de delincuente que se utilizaba con anterioridad, la persona con problemas de drogas ha ganado en cuanto a consideración social, y este extremo se recalca continuamente por parte de los políticos. Aunque cabría preguntarse si lo que muestra ahora la sociedad es comprensión o compasión, siendo lo primero deseable y lo segundo no. Y lo que se percibe en la opinión pública es más de lo segundo que de lo primero.
Estos tres términos con los que nos solemos referir a las personas que consumen drogas son de uso público, aparecen con frecuencia tanto en medios de comunicación como en otra serie de espacios a los que cualquiera tiene acceso. Incluidos, lógicamente, los consumidores. Y todos estos mensajes no hacen más que reforzar la idea de que son simples marionetas de una sustancia, viciosos que la consumen por gusto y que además son peligrosos, y/o pobres subordinados a algo más poderoso (ya sea la sustancia o el especialista) tanto para entrar como para salir. Todos ellos son etiquetas que asientan al consumidor en la patética condición de inútil, incapaz y perturbador social, que es difícil dejar de creer cuando se reciben los mismos mensajes de todos los lados; y le lleva a una situación más de autocompasión que de intención de resolver sus problemas.
Es muy complicado tratar de impedir que los medios, a veces dotados de una triste tendencia sensacionalista, cambien la forma de referirse a estas personas. Eso les sirve para ganar share o para vender más ejemplares, y aun siendo algo legal, está muy lejano de lo que debe ser la prevención (incluida la de las recaídas, claro). Pero nosotros, como profesionales, sí que podemos hacer un esfuerzo por cambiar esta forma de referirnos a las personas que tienen problemas con las drogas. Las apariciones públicas en los medios de comunicación están reducidas a una parte de nosotros, pero precisamente por ello implican una responsabilidad aún mayor: la utilización de estos términos por personas valoradas por la opinión pública (y, dentro de ella, los consumidores) supone un etiquetado pernicioso aún más grave que el que pueda llevar a cabo un periodista, porque él no es un especialista, y a quien aparece en la pantalla o en el periódico para hablar específicamente de esto, sí. Y en la intervención directa, ni qué decir tiene que nuestra primera responsabilidad es romper con esa tendencia a etiquetar, que en el fondo no es más que la condena a una condición, con frases como “serás un drogodependiente toda la vida” y lindezas por el estilo que, bajo la apariencia de la prevención de recaídas, no son nada más que motivos para que la persona que tenemos enfrente se rinda ante el poder de algo superior a él. Esto, aparte de poco científico –ya vamos dejando atrás las supersticiones-, es la peor intervención que podemos hacer.
Llamemos a estas personas consumidores de drogas, que es lo que son desde una perspectiva objetiva y científica. Puede ser más largo de decir y de escribir, pero evita algo que, además de ser un reduccionismo insensato, obstaculiza desde el primer momento la posibilidad de que resuelvan sus problemas, si no se les permite partir de que son personas, con derechos y deberes, como cualquier ciudadano. Y que así puedan asumir la responsabilidad de resolverlos, con nuestra ayuda, en vez de considerarnos redentores o algo por el estilo.
Firmado: Álvaro Olivar Arroyo
Educador
Colectivo Técnico para el Bienestar Social (CTBS)
ctbsocial@yahoo.es