El mercado de drogas ha sido históricamente un espacio de despliegue de la masculinidad, donde la figura del «narcotraficante» concentra poder, dominación y violencia. En este imaginario, las mujeres ocupan un lugar marginal, y sus cuerpos se instrumentalizan para satisfacer necesidades transaccionales, sexuales y afectivas.
Sin embargo, las estadísticas del Ministerio de Justicia y Paz (2013-2023) muestran una proporción creciente de mujeres entre las personas privadas de libertad (PPL) por delitos de drogas. En Costa Rica, estos delitos constituyen la principal causa de privación de libertad de mujeres y la segunda en la población general, lo que invita a examinar con más detalle el papel que desempeñan las mujeres dentro del mercado de drogas.
Las características de estas mujeres en Costa Rica han sido ampliamente documentadas, revelando un perfil persistente: edades entre 35 y 49 años, con bajo nivel educativo, dedicadas a trabajos informales, que suelen ser la principal fuente de ingresos de sus hogares (Poder Judicial, 2023), incluso durante su privación de libertad. Estos hallazgos impulsaron un debate estatal sobre la relación entre pobreza y criminalización, del cual surgieron medidas como la Ley 9161 en 2013, que redujo las penas para mujeres en condiciones de vulnerabilidad social sentenciadas por introducción de drogas a centros penitenciarios. A ella se sumó el estímulo de medidas alternativas al encarcelamiento y disposiciones como la Ley 9361, orientada a acelerar la eliminación de antecedentes penales.
En este círculo de vulnerabilidad y privación de libertad, el Estado enfrenta limitaciones estructurales y responde con estas medidas parciales que apenas mitigan las consecuencias del abandono social. Paralelamente, la persecución de los eslabones más bajos del mercado de drogas se intensifica, ubicando a Costa Rica entre los países con mayores tasas de encarcelamiento de la región, con 345 PPL por cada 100 mil habitantes (Solano, 2025). Esta dinámica amplifica la exclusión socioeconómica, mientras las mujeres —aunque no estén privadas de libertad— asumen la manutención y acompañamiento emocional de la familia y la PPL.
Desde la entrada en vigor de la Ley 9161 en 2013 y una década después, las mujeres representan el 7% de la PPL por delitos de drogas. El 27% de las mujeres sentenciadas por este tipo de delitos continúa cumpliendo pena privativa de libertad, principalmente por venta o introducción de drogas, con penas de 4 a 12 años. La diferencia con los hombres (34%) no es significativa, pese a su mayor número y a las reformas que redujeron las penas para las mujeres.
El grupo de mujeres presenta nueve tipos de delitos asociados, frente a dieciséis en el caso de los hombres. En ambos, la venta de drogas constituye la infracción más frecuente, aunque quienes la cometen rara vez controlan la sustancia o sus medios de producción, actuando más bien como eslabones subordinados dentro de la cadena del mercado ilícito. En el caso de las mujeres, la casa -el espacio doméstico- adquiere un papel central, al funcionar como espacio
de subsistencia y de actividades económicas informales, donde la venta de drogas se suma a otras estrategias de afrontamiento que buscan atender las necesidades familiares ante la falta de oportunidades (Palma, 2019).
La introducción de drogas a centros penales ocupa el segundo lugar en frecuencia entre las mujeres, mientras que en los hombres predominan el transporte y el tráfico. Aunque las tres categorías se asocian al delito de transporte de drogas, difieren en escala y control: la introducción de drogas se realiza generalmente en pequeñas cantidades, de forma intermitente y sin control ni propiedad sobre la sustancia. La mayoría de las mujeres detenidas por este delito lo hicieron durante visitas a familiares o conocidos, ingresando las drogas en su cuerpo para evadir los controles policiales.
Las estadísticas también muestran que los hombres participan en otras actividades como legitimación de capitales, organización para el tráfico, cultivo, suministro y compra de drogas con fines de venta, conductas ausentes en las mujeres, lo que sugiere un mayor control de bienes para el mercado. En contraste, aunque la sustancia adquiere mayor valor dentro del centro penal, las mujeres no se benefician directamente, ya que en este contexto no son propietarias ni vendedoras. Ubicadas en uno de los eslabones más bajos de la cadena, su principal recurso es el cuerpo, y su limitado conocimiento sobre las drogas y su origen las lleva a no reconocerse como parte del narcotráfico, un imaginario asociado a un negocio lucrativo del que no forman parte (Palma, 2019).
A pesar de su desvinculación, el cuerpo de las mujeres se instrumentaliza por su capacidad de portar drogas y ser “penetrado” por el “producto de valor”. Esta práctica, comparable al transporte de drogas en cavidades como el estómago, intestinos o pechos, no solo las expone a la criminalización, sino también a riesgos graves para su salud. El cuerpo hipersexualizado funciona así como un espacio simbólico que sostiene transacciones y reproduce la lógica económica del mercado, donde asumen riesgos y el valor material de su cuerpo sin posibilidad de negociación.
Determinar el grado de participación de las PPL en las redes de narcotráfico en Costa Rica es complejo. La Ley carece de parámetros que distingan entre drogas para uso personal o venta, por lo que la cantidad incautada se convierte en el principal indicador. Aunque se asume que mayores cantidades reflejan intención de venta, esto no permite conocer su participación real, por lo que suele inferirse que su rol se limita a los eslabones más bajos de la cadena (Cortés, 2015).
La vulnerabilidad social que atraviesa a las mujeres privadas de libertad debe comprenderse como una responsabilidad estructural del Estado y asumirse como un criterio permanente en la valoración de las penas, más que como una excepción limitada a ciertos delitos. Si bien la Ley 9161 significó un avance, es necesario extender los criterios de proporcionalidad a otros tipos penales, incorporando la vulnerabilidad social como eje transversal, dado que las condiciones que enfrentan las mujeres —en la venta, transporte o introducción de drogas— no difieren sustancialmente.
Sin embargo, no basta explicar su participación solo desde la vulnerabilidad económica; es necesario cuestionar si ciertos grupos sociales realmente cometen más delitos o si las políticas punitivas están diseñadas para perseguirlos con mayor severidad. Reconocer estas asimetrías permitiría avanzar hacia políticas penales que consideren el grado de involucramiento en la proporcionalidad de las penas.
Finalmente, el mercado de drogas refleja el capitalismo gore descrito por Sayak Valencia (2010), una economía que produce valor a partir de la precariedad y la violencia. Estas mujeres, participando desde los márgenes, ponen en circulación los únicos bienes disponibles —el cuerpo y el espacio doméstico— en circuitos que les permiten sobrevivir en condiciones adversas y que al mismo tiempo sostienen la acumulación de capital ilícito. Lejos de rechazar el capitalismo, se reproduce desde su versión más brutal, mientras la respuesta punitiva estatal prolonga y legitima esta lógica, consolidando un sistema que las castiga más de lo que las reconoce.
Referencias
Cortés, Ernesto. (2015). Política criminal y encarcelamiento por delitos relacionados con drogas. ACEID.
Ministerio de Justicia y Paz. 2025. Población privada de libertad sentenciada por delitos contra la Ley de Psicotrópicos según delito cometido, 2013-2023. Costa Rica.
Palma, Claudia. (2019). Me puse a jugar de narco: mujeres, tráfico de drogas y cárcel en Costa Rica (1.ª ed.). Costa Rica: Editorial UCR.
Poder Judicial. (2023). Anuario de estadísticas judiciales: Personas sentenciadas. Costa Rica.
Solano, Guillermo. “C.R. entre los países con la tasa de encarcelamiento más alta de América Latina”. UNA Comunica. 4 de junio de 2025



