La adolescencia y la transición a la vida adulta constituyen etapas clave en la construcción de la identidad, la búsqueda de pertenencia y la exploración de los propios límites. Sin embargo, la integración de estos procesos se desarrolla en un contexto social, económico y político que condiciona las oportunidades y experiencias de estos dos grupos poblacionales.
Las personas jóvenes que han crecido en contextos de desventaja estructural suelen encontrarse inmersas en circuitos institucionales marcados por vacíos asistenciales y carencia en el acompañamiento. La intersección de múltiples ejes de opresión y desigualdad se intensifica cuando los sistemas de atención fallan o reproducen lógicas de control más que de cuidado, limitando el acceso a una protección digna (Crenshaw, 1989; Collins, 2019). Los procesos migratorios, las experiencias traumáticas en la infancia y la adolescencia, las trayectorias de tutela, la irregularidad administrativa, así como las mujeres y las personas con identidades disidentes, no representan “casos extremos”, sino ejemplos de cómo la acumulación de desigualdades precariza el derecho a su bienestar emocional.
La falta de referentes positivos en la juventud puede derivarse de entornos familiares o grupos de iguales marcados por estrés crónico, precariedad o falta de recursos emocionales y materiales. Ante esta realidad, cada vez más familias son objeto de intervención institucional, a menudo por el desconocimiento de estrategias que les permitan llevar a cabo una crianza visibilizada y acogida por todos los sistemas implicados. En las sociedades actuales, atravesadas por el exceso de información, han surgido las cámaras de eco. Estos entornos digitales actúan como filtros de resonancia, donde las personas son expuestas a contenido, opiniones e información que valida y confirma sus ideas y sistema de creencias. Para muchas personas jóvenes este ‘aislamiento ideológico’ puede llevar a aferrarse a referentes que romantizan el malestar o promueven la desconfianza como forma de supervivencia. Esta falta de pertenencia e identidad puede derivar en relaciones disfuncionales, donde coexisten diversos factores de riesgo que, de una forma u otra, parecen inevitables.
La creciente medicalización del malestar social en los países desarrollados, sustentada en la práctica diagnóstica psiquiátrica, configura lo que Rose (2019) denominaba “epidemias de los trastornos mentales”. Desde una perspectiva (bio)política, la psiquiatría, el uso y abuso de psicofármacos y la limitada participación de las personas en los discursos y políticas de salud mental desplazan la atención hacia “el cuerpo problemático del joven” y “su desregulación emocional”, en lugar de visibilizar las causas estructurales de la violencia vivida —racismo institucional, trayectorias de tutela, desarraigo, precariedad habitacional, control policial selectivo o prácticas adultistas—.
Con frecuencia, las personas jóvenes son representadas únicamente como sujetos que sufren, consumen o delinquen. Para evitar miradas paternalistas y patologizantes, es fundamental reconocer su capacidad de agencia y autorregulación. Como señalaba Calafat et al. (2011), comprender al individuo como parte de una colectividad permite entender mejor las influencias que intervienen en la toma de decisiones. Desde la lógica de la reducción de riesgos, las intervenciones deben considerar los contextos de uso y sus dinámicas estructurales, así como las relaciones entre pares (Energy Control, 2023). En este marco, conviene visibilizar las prácticas de apoyo mutuo que los propios jóvenes desarrollan —como advertirse sobre sustancias adulteradas, dormir en grupo por seguridad o crear espacios de contención emocional.
Quizás la siguiente frase puede sonar redundante, pero creo que es de vital importancia recordarla para situarnos, una vez más, en un espacio libre de prejuicios, estigma y tabúes: el consumo de sustancias siempre ha existido, existe y existirá. Lo que quizás deberíamos plantearnos es por qué insistimos en situar el consumo en el centro del discurso y, una vez más, puntualizar y culpabilizar ese consumo de la situación que viven estas personas adolescentes y jóvenes. El consumo de sustancias siempre cumple una función; por ello, es necesario indagar en el origen que lleva a las determinadas personas adolescentes o jóvenes a consumir como una vía de autorregulación del malestar. Del mismo modo, cuando se ven inmersos e inmersas en conductas delictivas, se debe tener en cuenta todas las circunstancias subyacentes a estos actos: lógicas de supervivencia en contextos dónde el acceso al trabajo formal o la vivienda son prácticamente nulas.
Parece que resulta más sencillo atribuir este malestar juvenil al consumo de sustancias o a las conductas delictivas que reconocer las múltiples causas estructurales que lo sostienen. Sin embargo, la salud mental y el bienestar integral dependen de factores mucho más amplios: ¿cuántos y cuántas se encuentran en situación de calle, carecen de documentación reglada o no cuentan con el apoyo de sus familias? ¿Cuántos y cuántas, aun teniéndolas, no encuentran en ellas protección ni sostén? ¿Qué ocurre con quienes abandonan —o son expulsados y expulsadas— del sistema educativo sin acompañamiento posterior? Estos interrogantes son indispensables a la hora de diseñar estrategias preventivas, lejos de la penalización y el control social.
Vivimos en una sociedad que nos invita a reprimir la vulnerabilidad y premia la productividad, donde las practicas adultistas se normalizan como una forma más de violencia estructural. Quizás el primer paso para romper este bucle no sea individual, sino político y comunitario: reconocer desde lo público el malestar de esas emociones sostenidas durante largos períodos de tiempo. Si no se les otorga existencia discursiva a estas personas que se encuentran carentes de apoyo y contención emocional e institucional, ¿resulta sorprendente que recurran al consumo de sustancias cómo vía de autorregulación?
Urge poner altavoz a estas realidades y reconocer que el problema no radica en los cuerpos jóvenes que consumen, sino en las estructuras que los y las empujan a hacerlo. Conviene mencionar el creciente uso problemático de benzodiacepinas y otros fármacos depresores fácilmente accesibles sin receta médica (Morrison et al., 2025; Ventura, 2025; Energy Control, 2024), dado que son un antídoto excelente para sostener ese malestar, esos duelos inombrados, dónde las estrategias colectivas no llegan, ni el sostén de ningún tipo. No se trata, por tanto, de describir “dolor”, sino de reclamar políticas públicas concretas e inmediatas que tengan un impacto y se concreticen en acciones como la intervención desde la reducción de daños, la creación de espacios seguros y nocturnos de descanso para jóvenes en situación de calle, o acompañamientos emocionales estables más allá de la mayoría de edad.
Buscar el sentido, quizás, implique precisamente esto: reconocer el malestar, hacerlo visible y construir, desde lo público y lo comunitario, espacios donde el dolor no sea motivo de exclusión, sino punto de partida para una reparación colectiva.



