Están bien guardados, dentro de una pequeña bolsa de papel y metidos atrás, en la despensa de la tiendita de víveres de doña Yolanda Ospina. Debajo de las cajas de Coca Cola vacías y la reserva de Detoditos y Chocorramos, descansan tres paquetes de naloxona, el antídoto para las sobredosis de opioides como la heroína, una droga tan presente en el barrio de Sucre, en el corazón de Cali, que le hereda el nombre.
En la calle H, decenas de consumidores deambulan adormecidos por las veredas y se inyectan este derivado de la morfina supremamente adictivo día y noche. Hasta hace unos años, consumían sin que nadie los mirara más que con temor o desprecio. Los llamaban ‘desechables’. Desde 2018, la tiendita de doña Yolanda es parte de un ecosistema de cuidado que no busca necesariamente que quienes consuman dejen de hacerlo, sino que no mueran por sobredosis ni se contagien de VIH o hepatitis C. “Prohibir las drogas no ha servido para nada”, zanja Jaime Marulanda, coordinador del Dispositivo comunitario de reducción de riesgos y de daños de Corporación Viviendo, en Cali. “Tenemos que acompañar a las personas que usan drogas”.