Guerra al tabaco.

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Muchos lectores verían ayer la primera página de este diario mientras encendían el primer cigarrillo del día en la cafetería o el lugar de trabajo, y sabrían así que ese mismo gesto les podrá costar a partir del próximo enero una multa de 600 euros.
Es la medida más llamativa del anteproyecto de ley antitabaco que el Gobierno ha remitido al Consejo de Estado, pero no es la única. El texto incluye la prohibición de fumar en todos los centros de trabajo cerrados e introduce muchas limitaciones en los bares, restaurantes y locales de ocio. Las empresas podrán ser sancionadas hasta con 10.000 euros, y las que se dediquen sistemáticamente a vender cigarrillos a los menores podrán recibir una multa de un millón de euros.

No faltarán quienes vean estas medidas como una intromisión del Estado en la libertad de los ciudadanos, o como una manifestación de despotismo clínico de inspiración estadounidense. Pero estas quejas, con lo que puedan tener de razonables, pesan menos que los argumentos a favor de un texto que, en cualquier caso, puede resultar modificado a lo largo de su tramitación. El tabaco es la causa directa de 50.000 fallecimientos al año en España. Fumar provoca el 85% de las muertes por cáncer de pulmón, el 90% de las muertes por enfermedad pulmonar obstructiva y la mitad de los fallecimientos por infarto. No sólo lo sufren los fumadores, sino también quienes se ven forzados a tragarse el humo ajeno. Y no tiene sentido exigir a la Administración una sanidad pública de primera línea, y una investigación de calidad contra esas enfermedades mientras se cierran los ojos a su principal causa.

El 90% de los fumadores empieza antes de los 20 años, y el 60% antes de los 16. Por ello, la prioridad del proyecto de ley es evitar que los niños y los adolescentes empiecen a fumar. Las sanciones son especialmente altas para las infracciones que estimulen el hábito de fumar entre los más jóvenes. Las multas podrán incluso imponerse a los propios menores fumadores, aunque sus padres y educadores compartirán la responsabilidad. La única objeción que cabe aducir se refiere al realismo de esta normativa. La ley se hace para cumplirla, por lo que es indispensable que un sistema de sanciones tan duras esté adecuado a la realidad social y a la posibilidad de que se exija y obtenga su cumplimiento.

Además, el mismo carácter adictivo de la nicotina hace echar en falta en la futura ley las medidas necesarias para quienes quieran deshabituarse. Un amplio porcentaje encuentra muy difícil abandonar el tabaco, y la medicina actual dispone de medidas de considerable eficacia. Cabe considerar la posibilidad de financiar estos tratamientos en la sanidad pública. La medida supondría un coste a corto plazo, pero muchos ahorros a largo. Si las enfermedades causadas por el tabaco se reducen, incluso modestamente, las arcas de la sanidad lo notarán con claridad, aunque haya que esperar varias legislaturas para ello. Esa visión a largo plazo es una marca de fábrica de la mejor política.

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