Un grupo de colegas monta un potente equipo de sonido en algún lugar alejado de la civilización. Un bosque, un descampado, un puente, un almacén, un túnel, un monasterio abandonado. No quieren molestar a nadie ni que nadie los moleste. El boca a boca atraerá a decenas, cientos o miles de fiesteros, sin promoción, sin licencias, sin pagar entrada, sin límite horario, sin freno. Habrá música electrónica, drogas variadas y abundantes, bailes kilométricos. Es una free party (free en el doble sentido de libre y gratis). Es una rave. Rave significa delirio.
Es ya tradicional que a comienzos de año una fiesta ilegal que no acaba de terminar capte la atención de los medios, generando una mezcla de curiosidad, hilaridad e indignación. Este año ha sido la celebrada en el pueblo de La Peza, Granada. Allí, además de la reunión inesperada de 4.000 bailongos durante cinco días, alrededor de una caravana de 200 furgonetas y pequeños camiones, la noticia (y el cachondeo en redes) ha sido la buena acogida por parte de los vecinos, que se acercaron a conocer a los raveros, quedaron encantados y están deseando que regresen el año que viene. “Aquí hay respeto, da igual los recursos que tengas, puedes venir porque es libre y gratuito. Tengo derecho a ir a la rave, divertirme y no tener que pagar 50 euros a una sala donde me miren mal”, opina Paquita la Ravera, una treintañera de Torre del Mar, Málaga, que asistió a la fiesta.