Cuando dejar de fumar no es prioridad: el tabaco como injusticia en salud mental

Mientras el consumo de tabaco desciende en la población general, las personas con problemas de salud mental siguen quedando fuera de las estrategias de cesación, atrapadas en una mirada paternalista que normaliza una adicción letal.

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Mientras las tasas de consumo de tabaco continúan descendiendo en la población general, las personas con diagnósticos de salud mental mantienen niveles de tabaquismo significativamente más altos y estables, configurando una desigualdad sanitaria que merece atención prioritaria. En España, estudios recientes muestran que más del 70 % de quienes son atendidos en servicios de salud mental y adicciones cumple criterios diagnósticos de trastorno por consumo de tabaco, frente a tasas mucho menores en la población general, donde el tabaquismo ha caído de forma sostenida en los últimos años.

Esta discrepancia no es un accidente epidemiológico, sino el resultado de múltiples factores: biológicos, sociales y, muy especialmente, de una cultura asistencial que ha normalizado el tabaco como un “mal menor” o incluso un hábito inevitable en personas con problemas de salud mental. Tradicionalmente, en muchos servicios psiquiátricos y de salud mental se ha asumido que dejar de fumar puede ser contraproducente o excesivamente difícil para estos pacientes, lo que ha llevado a que grandes proporciones nunca reciban intervenciones específicas para dejar de fumar, ni apoyo psicológico ni tratamiento farmacológico adecuado.

La evidencia científica contradice esa percepción asistencialista. No solo la prevalencia del tabaquismo es consistentemente más alta —dos a tres veces mayor— entre personas con trastornos mentales comparadas con quienes no los padecen, sino que los estándares actuales de tratamiento de cesación funcionan y dejar de fumar se asocia incluso con mejoras en la salud mental, reducción de síntomas de ansiedad y depresión y mejor calidad de vida.

El impacto en la mortalidad es devastador. Personas con trastornos mentales graves mueren entre 15 y 25 años antes que quienes no los padecen, y el tabaquismo es señalado como el principal factor de riesgo modificable detrás de esta diferencia de esperanza de vida. Minimizar el consumo de tabaco como un “mal menor” o un síntoma inevitable de la enfermedad mental perpetúa esta brecha injusta y evita que se integren de forma sistemática estrategias de cesación basadas en la evidencia dentro de los tratamientos de salud mental.

Para revertir esta injusticia sanitaria es urgente replantear las prácticas clínicas y las políticas de salud pública: reconocer el tabaquismo en personas con salud mental como una prioridad de tratamiento, formar a los profesionales de salud mental en abordajes de cesación, e integrar ayuda psicológica y farmacológica específica en los recursos de atención. Solo así se podrá reducir el enorme coste en vida y salud que el tabaco sigue imponiendo a un colectivo ya vulnerable.

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