España sabe lo que quiere, pero no consigue hacerlo. La rebaja de la tasa máxima de alcoholemia al volante —de 0,5 a 0,2 gramos por litro en sangre— avanza en el discurso público y se atasca en la práctica parlamentaria. Mientras Interior, la DGT, las asociaciones de víctimas y la evidencia científica empujan en la misma dirección, la reforma permanece varada en la Comisión de Seguridad Vial del Congreso, convertida en rehén de una negociación que poco tiene que ver con el alcohol y mucho con el reparto de competencias.
La paradoja es evidente: pocas medidas generan hoy un consenso tan amplio. La proposición de ley comenzó su tramitación en marzo con un apoyo mayoritario —solo Vox votó en contra y el PP se abstuvo— y con un mensaje claro desde el Gobierno. El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, pidió su aprobación “cuanto antes” y la calificó de inaplazable. Sin embargo, los meses pasan y la norma no se mueve. No por dudas técnicas ni por falta de datos, sino por una disputa política paralela.



