Cuarenta años del Plan Nacional sobre Drogas: logros, deudas y oportunidades

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Durante el franquismo, el consumo de drogas en España se centraba en alcohol y tabaco. Respecto a las ilegales, su presencia era reducida en comparación con Europa. Hubo cierto consumo de cannabis, algunas drogas psicodélicas en los sesenta y setenta y el uso de anfetaminas y barbitúricos sin receta, siempre de forma minoritaria.

El panorama cambió tras el final de la dictadura. A mediados de los setenta y principios de los ochenta, el consumo de drogas ilegales se disparó y España sufrió una epidemia de heroína que provocó miles de muertes, un aumento de la delincuencia y enfermedades como el sida. La asistencia quedaba en manos de organizaciones privadas, a menudo gestionadas por exadictos y sin garantías para los usuarios.

No fue muy distinto a lo ocurrido en Alemania, Francia o Italia, pero en España el proceso fue más abrupto. La sociedad y los primeros gobiernos democráticos se vieron desbordados. Las madres de los adictos, organizadas en asociaciones, reclamaban soluciones en la calle, creando un movimiento social sin precedentes. El “problema de la droga” llegó a situarse junto al paro y el terrorismo como una de las principales preocupaciones ciudadanas.

Lo que el PNSD hizo bien

En este contexto, en 1985 se creó el PNSD como propuesta pública e institucional para dar una respuesta global. El plan se estructuraba en dos ejes: reducir la oferta, modernizando la lucha contra el narcotráfico; y reducir la demanda, con una red asistencial pública multidisciplinar, programas de prevención e integración social y colaboración con entidades del sector.

El PNSD introdujo un modelo de plan integral que implicó a ministerios diversos y a las administraciones central, autonómica y local en régimen de cooperación. Además, implantó un sistema de información con encuestas nacionales y registros que permitió monitorizar la evolución del fenómeno.

Sus principales logros fueron: la consolidación de una red profesional de atención, la despenalización del consumo —que evitó la criminalización de los usuarios— y la modernización de la lucha contra el narcotráfico. También cabe destacar la cooperación con asociaciones sociales y el consenso político que evitó la confrontación partidista.

La alarma social se superó y miles de personas recibieron atención. Sin embargo, entrados en el siglo XXI, la percepción del riesgo se desplomó hasta trivializarse.

La gran deuda pendiente: la prevención

El gran déficit del PNSD fue no haber consolidado una política sólida en prevención e integración social, pese a ser este el mandato inicial del Parlamento.

Una de las principales causas fue la escasa implicación del sistema educativo. Desde 1985 se planteó incorporar la prevención de adicciones al currículo escolar, de forma transversal y adaptada a las edades, pero nunca se cumplió. Hoy debe abordarse en el marco más amplio de la salud mental, incluyendo también las adicciones sin sustancias y el uso problemático de las tecnologías (TRIC).

En el ámbito municipal, los ayuntamientos quedaron relegados a un segundo plano por falta de recursos y reconocimiento institucional. Su financiación no puede seguir dependiendo de convocatorias de subvenciones como si se tratara de ONG o empresas: su papel debe estar garantizado como parte estructural de la política pública.

En definitiva, no se consiguió consolidar la prevención como un derecho ciudadano.

Prevención como derecho y oportunidad

El PNSD conserva instrumentos que permiten relanzar la prevención y la integración social. La clave está en recuperar el apoyo social y el consenso que inspiraron su creación y trasladarlo al presente.

La prevención debe garantizarse en el sistema educativo, en atención primaria y pediatría, pero también en el ámbito comunitario. Los ayuntamientos son actores esenciales para aterrizar la prevención en la vida cotidiana.

Otro reto es renovar la comunicación. La prevención no puede limitarse a una promesa a largo plazo: debe mostrar beneficios inmediatos y tangibles en la escuela, la familia, los barrios y el trabajo, de modo que acumule legitimidad social y deje de verse como una utopía.

Integrada en el marco de la salud mental, la prevención de adicciones puede convertirse en una oportunidad para promover la salud y fortalecer la cohesión social. Se trata de responder a la demanda social de mejorar la salud mental, aportar recursos, actuar con profesionalidad y situar la prevención en el centro de la agenda pública.

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