Nosotros adultos, la base de la desigualdad en infancia y adolescencia

¿Conectamos verdaderamente con las necesidades de los adolescentes? El mundo es lo que interpretamos. El mundo es aquello que verbalizamos, a lo que le ponemos nombre y etiqueta. El mundo se construye en base a la visión adulta y parece que si no eres adulto, tu visión está equivocada, está por definirse, porque, claro, ‘estas en construcción’, no eres un ser completo. Toda la infancia y también la adolescencia son años en los que parece que no eres ya un ser humano completo, sino que estás construyéndote.

Hace tiempo que le doy vueltas a la palabra ‘adultocentrismo’. La educadora Tania Garcia, promotora de la Educación Real, explica que esto parte de la desigualdad. De la desigualdad entre personas adultas y el resto de seres humanos, también aquellos que superada la edad adulta, son ya ancianos. Porque al final a ellos también los tratamos como inferiores, como si su experiencia de vida y sus aprendizajes ya no tuvieran valor ni sentido. Como si ellos antes no hubiesen sido también adultos.

Con la infancia ocurre igual, los adultos nos creemos con la potestad de estar por encima de niños y niñas, de sus derechos en muchas ocasiones y de sus necesidades reales; y sin darnos cuenta, entramos en una rueda en la que palabras adultocéntricas se cargan ‘lo que ellos y ellas piensen’ o puedan necesitar. Porque claro, en una sociedad capitalista, producir es fundamental, y el trabajo, el sol que todo lo ilumina. Y de pasada, nos dejamos de abrazar, de dar amor, de mostrar cariño. Al menos dejamos de hacerlo con la frecuencia que un mamífero lo necesita. Y buscamos remedios como el chupete, la televisión, el móvil, el parque infantil con barrotes para tenerlos ahí encerrados y controlados. Y pasamos por alto que necesitan moverse libremente, observar con sus ojos, preservar sus conexiones neuronales de tanto estímulo rápido y ruidoso. Y pasamos por alto que las figuras de referencia deben estar presentes, sentadas en el suelo, a su altura y a la de sus ojos y corazones. Y pasamos por alto que nuestras ausencias les duelen porque deberían ir colgados de nuestros cuellos muchas más horas. Deberían dormir acompañados para combatir los miedoso no tenerlos. Y deberían vivir llenos de ternura y paciencia y no rodeados de gritos porque no se quieren ir del parque o dormir cuando a nosotros, ‘adultos’ , nos parece lo adecuado.

Y luego llega la adolescencia, y se aíslan, y nos ven como enemigos, y nos sienten lejos y se sumergen en pantallas, consumos y ambientes peligrosos para su integridad física y moral. Y nos sorprende. Y lo etiquetamos como ‘esa edad horrible y difícil’, porque así lo vivimos y transmitimos, como si ellos y ellas fuesen nuestros rivales. Pero no vemos que la base de todo está en esa desconexión, que no viene de nuevo a los 14 años, sino que viene siendo así casi desde la cuna. Porque huímos de sus contactos, porque siempre hay algo más primordial que ellos y ellas: una casa limpia, ordenada, un trabajo que hacer, etc. Y entonces llega esta edad y pensamos que necesitan su espacio, pero no nos damos cuenta que no son adultos, pero sí humanos que sienten, viven y aman. Y lo hacen con intensidad porque sus cerebros están cambiando y llenos de hormonas (no solo las sexuales), porque se están conociendo en esencia. Y para ello, van a necesitar equivocarse y cambiar de amistades, y huir de unos y refugiarse en otros. Pero que no les podemos abandonar y que nuestra presencia, aunque ya no sea sentados en el suelo, debe seguir estando ahí de alguna manera. También una caricia, un abrazo o una mirada cómplice. Porque puede que el beso ahora no lo quiera, pero la ternura es el lenguaje del alma y todos la necesitamos.

Nos empeñamos en hacer programas de educación para la vida, que enseñen valores, que enseñen a gestionar las emociones. Y no nos damos cuenta que las emociones no se pueden gestionar, porque las emociones se viven y se sienten y todas son válidas. Queremos que las expresen bien. Siempre esa ‘etiqueta’ y ese juicio de valor. ¿Pero les hemos dejado expresar como fuese cuando su corteza prefrontal no estaba todavía desarrollada? La tendencia es a frenar todo aquello que sea expresión de rabia, tristeza o ira. Y luego somos adultos, y con esa corteza ya desarrollada, nos hemos quedado con ese sistema límbico que nos pisa cuando no queremos, porque cuando necesitó gritar, no le dejaron.

Creemos que educar es marcar límites, obligarles a cepillarse los dientes y recoger la habitación, y educar es dejar SER sin que te juzguen quién eres en esencia, dejando de lado obsesiones adultas que para nada responden con sus necesidades reales del momento. Un niño o niña debe jugar y respetar eso es lo más importante que haremos para su cerebro. Un adolescente necesita relaciones sociales e intimidad. Peor en ninguno de los dos casos, los podemos abandonar a su suerte, sino que estaremos presentes para orientarles cuando realmente lo necesiten por su salud y bienestar.

El problema es que cuando dejas de SER, porque has de ser quién la sociedad quiere que seas y así encajar, es posible que se despierte en ti un vacío enorme, que te sumerja en problemas de salud mental. Que te sientas lleno de ansiedad y estrés. Que sientas que buscas algo que no encuentras.

Los programas de educación para la vida están muy bien, claro, pero estos deben basarse en sus necesidades reales y no en los adultocentrismos que como sociedad seguimos transmitiendo. Necesitas ser escuchados y acompañados. Y necesitas ejemplos claros de ética y respeto. Sin esta base fundamental, el ejemplo, la sociedad andará perdida.

El patriarcado nos ha tenido años ciegas y no nos ha dejado ver las desigualdades claras entre hombres y mujeres. Incluso ahora, que empezamos a ser capaces de detectarlas, sigue atravesando cuestiones del día a día. El adultocentrismo es algo que todavía no vemos, nos tiene atrapados completamente y no nos damos cuenta que desde la desigualdad que creamos con los adolescentes y la infancia, solo provocamos dolor y sufrimiento. Un dolor que muchos acaban por intentar acallar con el consumo de sustancias o comportamientos adictivos como el juego o las tecnologías.

Sería hora ya de empezar a mirarle de frente, detectarlo y empezar a deconstruirlo en nosotros. Sin esto, difícilmente podremos cambiarlo en la estructura social y empezar a revindicar derechos para todos ellos y ellas.

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