“Si Colombia quiere lograr la paz, tiene que repensar el prohibicionismo”

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A casi una década de la firma del Acuerdo de Paz de 2016, Colombia vive una realidad marcada por la persistencia del conflicto armado, el crecimiento de los cultivos de uso ilícito y la ausencia de transformaciones profundas en los territorios. La política de drogas sigue siendo uno de los principales retos, con una estrategia que no ha logrado romper con el paradigma prohibicionista ni ofrecer alternativas sostenibles para las comunidades rurales.

En este contexto entrevistamos a Estefanía Ciro, investigadora colombiana especializada en políticas de drogas, conflictos rurales y economías ilegales. Es co-directora del centro de pensamiento A la Orilla del Río, con sede en la Amazonía colombiana, y fue coordinadora del equipo sobre narcotráfico y economías ilegales en la Comisión de la Verdad.

Aprovechamos su participación en la Conferencia Internacional “Política de drogas, derechos humanos y corresponsabilidades globales”, celebrada del 2 al 5 de junio de 2025 en Barcelona y organizada por la Taula Catalana por la Paz y los Derechos Humanos en Colombia, para conversar con ella sobre el vínculo entre la política de drogas y la construcción de paz, el papel de Estados Unidos, el papel de Europa y las voces aún ausentes en el debate: las de las familias cultivadoras.

Pregunta. ¿Cómo valora este encuentro internacional? ¿Qué aporta en la relación entre política de drogas, conflicto armado y construcción de paz en Colombia?

Respuesta. En Colombia todos creemos que siempre hablamos de drogas y que es un tema muy presente. De hecho, lo es —existe una sociedad civil que reflexiona mucho sobre la política de drogas—. Y otro tema del que hablamos a diario es el de la paz: la guerra y la paz dominan las noticias, los debates políticos, las negociaciones. Pero curiosamente, nunca habíamos conectado con claridad los vasos comunicantes entre la política de drogas —las economías de la cocaína y la marihuana, el narcotráfico— y el conflicto armado; es decir, la guerra y la paz en Colombia. Parecía algo muy obvio, pero en verdad no estaba tan presente en el debate. La Comisión de la Verdad hizo justamente eso: conectó esos dos ámbitos —por un lado la guerra y la paz, y por otro las economías ligadas a las drogas—, y por eso estamos aquí, en un espacio único. El grupo organizador lleva dos años trabajando en la lectura y apropiación del informe de la Comisión; el año pasado mantuvieron la discusión con campesinos y productores; y en esta ocasión se reúnen tanto personas expertas en temas de drogas y conflicto como habitantes de las regiones que actualmente viven en medio de la guerra. En resumen, este espacio resulta imprescindible para un debate urgente sobre la paz en Colombia.

P. En el Acuerdo de Paz de 2016 se generaron muchas expectativas en torno a un cambio de enfoque en la política de drogas. ¿Cuál es la diferencia entre esas expectativas y la realidad que se ha visto, especialmente, en los territorios?

R. La paz firmada en 2016 incluyó el Punto 4 del Acuerdo, referido al problema de las drogas, con tres ejes: la producción; el consumo o uso de sustancias; y el combate a los eslabones más fuertes de esas economías. Es decir, la llamada “guerra contra el narcotráfico”. En principio fue un gran logro que reconocemos como un avance importante, pero de todas formas no rompió con el prohibicionismo. En el tema de producción, por ejemplo, se sigue partiendo de que la planta de coca “debe desaparecer de Colombia” y que la estrategia escogida para lograrlo es la sustitución de cultivos.

Esa estrategia está ligada a la transformación integral de los territorios, bajo el principio de que los productores de coca se encuentran en condiciones tan desfavorables que no pueden competir en los mercados legales, y por tanto hay que generar las condiciones para que lo puedan hacer. Eso es lo pactado en el Acuerdo de Paz que, por supuesto, defendemos porque además es un compromiso del Estado. Pero, hasta ahora, no se ha cumplido. Venimos de un gobierno anterior que desfinanció por completo el programa, y si bien ahora el gobierno de Gustavo Petro le está dando un impulso, igualmente se enfrenta a la falta real de implementación y de transformación de los territorios.

El programa se volvió más bien un esquema de subsidios a ciertas personas, y la verdadera transformación, es decir, generar desarrollo en las regiones, debía ser mucho más ambiciosa, algo que no se ha visto. Aun así seguimos defendiendo lo acordado, pero el balance en cuanto al cumplimiento de ese punto del Acuerdo de Paz es agridulce.

 

Participantes de la mesa “Una conversación incómoda (porque importa)” dialogan sobre los resultados de los grupos de trabajo en la Conferencia Internacional sobre política de drogas y derechos humanos, celebrada en Barcelona | Bernat Marrè

 

P. En una entrevista reciente usted mencionó que, pese al cambio de gobierno en Colombia, la política de drogas del país sigue estando marcada por las directrices de Estados Unidos, por ejemplo con todo el énfasis en la erradicación y la sustitución.

R. La influencia de Estados Unidos ha sido uno de los grandes obstáculos para plantear una perspectiva realmente alternativa en la política de drogas, incluso durante la negociación de los Acuerdos de Paz. La línea roja de EE.UU. fue que no se podía hablar de legalización ni de regulación de nada; lo único permitido era la sustitución de cultivos y el desarrollo alternativo, un pilar del prohibicionismo que Estados Unidos aplica en Colombia desde hace 40 años. Es decir, la idea de la sustitución no la inventaron los Acuerdos de Paz: ya en el Plan Colombia ese era el eje central.

Esa fue, de hecho, una de las primeras críticas: el plan de transformación quedó supeditado a las líneas rojas de Estados Unidos. Por ejemplo, nadie podía entrar al programa si no destruía toda su coca; en tres meses la coca tenía que estar erradicada. Se propusieron ideas como aplicar cierta gradualidad —o sea, no fijar un plazo tan corto de tres meses, sino planear a uno, dos o tres años, para que la gente pudiera vivir del campo mientras crecen los cultivos legales—, pero Estados Unidos lo vetó. Por ejemplo, Petro dijo: “Vamos a permitir la gradualidad”, y al otro día el embajador de EE.UU. respondió: “No estamos seguros de aceptar la gradualidad”. Nunca más se habló del tema.

Así que, desde que Petro llegó al poder, a la semana de ser elegido (en julio de 2022), vino un grupo entero de funcionarios estadounidenses que trabajó durante un mes en este asunto. En ese contexto, Petro hablaba de un cambio de paradigma en la política de drogas y todos esperábamos en qué consistiría ese cambio, hasta que anunció la llamada “política holística”. Y resulta que la “política holística” es un invento de Estados Unidos: aparece en documentos de la administración de Joe Biden de 2020. Entonces, el panorama nuevamente es agridulce, porque parece que seguimos atados. Por supuesto, no es un escenario tan extremo como el de Álvaro Uribe, pero sí se asemeja más al contexto de 2012… solo que ahora con las expectativas creadas de haber prometido un cambio de paradigma. Eso nos conflictúa a todos.

 

Estefanía Ciro interviene en la Conferencia Internacional sobre política de drogas y derechos humanos, subrayando la necesidad de incluir a las familias cultivadoras en el debate | Bernat Marrè

 

P. En los territorios la violencia afecta directamente a las comunidades cocaleras, mientras que en países consumidores como España suele predominar otro relato. ¿Cómo se puede transformar esa narrativa y hacer visibles las voces de quienes cultivan?

R. La construcción de la narrativa es, de hecho, una de nuestras primeras tareas aquí. Este espacio (el Congreso Internacional) no es para que nos juntemos solo los de Colombia entre sí; estamos aquí para dirigirnos al principal consumidor de cocaína en Europa y también uno de los primeros en consumo de marihuana y decirles: “Esta es nuestra posición desde quienes hemos sufrido la guerra contra las drogas durante 40 años”. Es nuestra experiencia puesta a disposición de ustedes, para que tengan cuidado. Porque desde fuera percibimos un aumento en la criminalización y en la imposición del relato de la “lucha contra las drogas” en Europa.

Europa está pasando por momentos de tensión en los que se empieza a decir: “Hay violencia en los puertos de Amberes o Róterdam, estamos inundados de cocaína, esto se nos está saliendo de las manos…”, un relato muy extraño y construido, porque las estadísticas no muestran cambios tan dramáticos. Entonces, que vengan los productores y que vengamos nosotros desde América Latina a decirles: “tengan cuidado, que nosotros ya pasamos por esto”, es un llamado de atención. Creo que la manera de frenar esas ansias de securitizar la vida cotidiana de la ciudadanía europea promedio es que nos escuchen.

Que sepan qué pasa en nuestros países, cuáles son las consecuencias de la guerra contra las drogas; el peligro de que los presupuestos de defensa se vuelvan un agujero negro; y que necesitamos afianzar lazos para romper la estigmatización y la criminalización.

P. ¿De qué manera el paso de un sistema prohibicionista a un sistema orientado a la regulación de las drogas podría contribuir a la paz en los territorios?

R. Los mercados de la cocaína y del cannabis funcionan de forma distinta, pero ambos comparten que son mercados capitalistas regulados bajo un mismo régimen: el régimen prohibicionista. El prohibicionismo pone las reglas de juego bajo las cuales operan todos los actores, y esas reglas implican una enorme explotación y violencia sobre las personas productoras; a la vez generan ganancias desproporcionadas en los eslabones del tráfico, y conllevan una profunda estigmatización de las personas usuarias.

No es que la política prohibicionista busque controlar o mejorar estos mercados “por el bien de la sociedad”: en realidad es la manera en que se regula el mercado, y esa forma de regular es la que genera violencias. Cuando la Comisión de la Verdad dice que si Colombia quiere lograr la paz, tiene que repensar su relación con estos mercados y con la regulación prohibicionista, lo que está señalando es que esas “regulaciones armadas” que hoy dominan el mercado —con tráfico de armas de por medio, enormes dinámicas de corrupción, explotación, impunidad y violencia en los territorios— podrían reemplazarse si cambiamos el enfoque. Ese sería un primer paso: cambiando el régimen prohibicionista desincentivamos y debilitamos esas dinámicas violentas.

Por supuesto, el tema no es legalizar por legalizar. No es que mañana legalicemos la cocaína y todo se resuelva mágicamente. Sino pensar más bien cómo debería ser esa legalización, esas nuevas regulaciones, cuál es el lugar de las personas productoras, y transitar gradualmente hacia una regulación legal.

 

El encuentro internacional reunió a expertas, activistas y representantes de comunidades afectadas para debatir sobre cultivadoras, reducción de daños, legislación y violencias derivadas del narcotráfico | Bernat Marrè

 

P. Usted mencionó que estamos en cifras récord tanto de cultivos de coca como de incautaciones de cocaína. ¿Cómo se puede interpretar este dato?

R. En 2022 se produjeron unos 2.750 toneladas de cocaína, y se incautaron 2.000. Eso significa que la cocaína manufacturada aumentó un 143% y la incautada un 220% con respecto al 2010. Además, 2014 marcó un punto de inflexión: a partir de ese año, cada año ha sido récord histórico de incautación.

La pregunta que surge al ver estas cifras es: ¿cómo es que entre más incautamos, más producción hay; y entre más producción hay, más incautamos? Finalmente, al mercado llegan unas 750 toneladas. Entonces, ¿qué pasa con esas otras 2.000 toneladas que no llegan?

Ahí hay un mecanismo perverso que es necesario discutir a nivel global: ¿qué significan esas 2.000 toneladas incautadas? Implican, por ejemplo, un porcentaje de hectáreas cultivadas que se pierden y resultan ineficientes; mano de obra —horas de trabajo— que también quedan en la ineficiencia porque esa producción no se comercializó; operativos militares enormes, con todos esos funcionarios y burocracias pagados para incautar esas 2.000 toneladas. ¿Qué podríamos haber hecho con esos recursos, si al final al mercado igual llega prácticamente la misma proporción de droga cada año?

Tenemos un mercado que podría abastecerse con mucho menos. Entonces, ¿quién se está beneficiando de esos precios inflados por esa dinámica? Son muchas preguntas para las que no tenemos respuestas claras todavía, pero que queremos dejar planteadas. Europa, por ejemplo, es un actor fundamental —sobre todo en la discusión sobre las convenciones y los tratados internacionales—, y esto también nos sirve en América Latina para pensar alternativas.

P. En cuanto a las comunidades que cultivan, ¿se sienten escuchadas? ¿Perciben que estos espacios de incidencia las involucran, o es difícil lograr ese vínculo?

R. Es muy difícil. Pongamos que en 2016 se firmó el Acuerdo y en 2017 se puso en marcha el programa de sustitución: unas 100.000 familias cocaleras se inscribieron. La resiembra entre quienes entraron al programa ha sido bajísima; es decir, prácticamente nadie volvió a sembrar coca. Esas familias han cumplido con lo pactado. Pero en este momento tenemos un récord de áreas sembradas con coca en Colombia —unas 230.000 hectáreas— que equivaldrían, digamos, a 200.000 familias.

¿Quiénes son esas 200.000 familias? ¿Están representadas aquí? ¿Dónde están y quién las representa? Porque pareciera que de repente empezamos a señalarlas. Pero esas familias están en un proceso de organización política, y no son las mismas organizaciones de antes las que ahora las representan.

Entonces, creo que dentro del movimiento social también estamos en ese proceso de preguntarnos: ¿Vamos a estigmatizar a esta nueva gente que sigue cultivando? ¿Vamos a decir que el problema fue que no se “portaron bien” inscribiéndose al programa? ¿O hay algo que está fallando como sociedad y tenemos que verlo? Parte importante de este debate es reconocer que ya casi se cumple una década desde los Acuerdos de Paz de 2016. La Colombia de 2016 no es la misma de 2025 ni de 2026. En este momento, prometer la misma fórmula de sustitución de hace diez años, por ejemplo, ya no es una alternativa viable.

Entonces, como país, ¿qué tenemos que hacer con estos nuevos cocaleros, con sus nuevas organizaciones, con sus nuevas formas de entender la situación —sobre todo ahora que, en términos de conflicto armado, hay una fragmentación y múltiples violencias? Si me preguntas si se sienten representados, diría que todavía estamos muy lejos de que ellos formen parte de la discusión actual sobre guerra, paz y drogas en Colombia.

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