Uno de los peores azotes de nuestro tiempo, al menos en lo que respecta al enfoque preventivo en materia de uso y abuso de sustancias entre jóvenes, es la tácita aceptación de que las cosas son así porque no hay forma de modificarlas. Desde esta perspectiva cuasi resignatoria, el consumo ya viene dado, grabado en nuestra razón humana como un ADN indeleble. ¿Para qué luchar contra lo inevitable, si de todas formas sucederá y no podremos hacer nada para impedirlo?

La naturalización (o normalización) del consumo de drogas es, a mi entender, uno de los principales factores de riesgo que permitirían explicar y comprender esta conducta entre niños, niñas y adolescentes, y actuar en consecuencia. Es causa, y a la vez consecuencia, de una concatenación contextual de variables que se entremezclan y sedimentan a lo largo del tiempo. Porque la naturalización no viene dada, sino que es un constructo social.

Dicho de otro modo, si el sentido común mayoritario y preponderante lleva a los individuos de una sociedad a considerar ciertas acciones y creencias como naturales, las incorpora en su cotidianeidad de forma tan profunda que ni siquiera se las cuestiona. Recuerdo siempre una campaña de prevención y educación para la salud del año 2011, lanzada por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad del gobierno de España. A lo largo de todo el spot se ponía en tensión el concepto de “normalidad” según cada etapa de desarrollo y crecimiento de los niños y niñas, reprochando la naturalización del inicio del consumo de alcohol a los trece años.

Aquella campaña tendría hoy absoluta vigencia, porque hacía eje en reflexionar acerca del gran peligro que reviste asignarle la categoría de “normal/natural” a hechos sociales como el uso de drogas. Porque si una sociedad renuncia a problematizar estas prácticas, se termina validando que se transformen en conductas habituales. Y con el correr de los años se vuelven inmodificables, porque han logrado desplazar el umbral del riesgo y de aceptación social. Es como una tuerca oxidada, casi imposible de remover.

Entonces, consecuencia directa de la naturalización, es la tolerancia social. Probado está que la desaprobación del conjunto a ciertos comportamientos dañinos o socialmente disvaliosos puede ser una fuerza potente para proteger la salud y la seguridad pública. Incluso algunos tabúes, algunos mojones de conducta no escritos pero enraizados en la comunidad, son eficaces como forma de impulsar cambios de comportamiento (positivos o negativos). Como ejemplo se me ocurre el reproche social a fumar en espacios compartidos, algo que es mucho más eficaz que cualquier posible sanción legal (más allá de que exista normativa específica para estos casos, y que el tabú suele anteceder al derecho).

Sepan disculpar. Quizás suena algo extremo plantear que ciertos impedimentos culturales, religiosos o sociales pueden llegar a constituir un potente factor de protección. Pero si sumamos otras variables al debate, la hipótesis de cómo ciertas normas comunitarias (que son mojones de comportamiento no escritos) actúan como diques de contención ante la normalización del uso de sustancias, puede fortalecerse.

En Suecia, las tasas de tabaquismo entre las mujeres igualan o superan a las de los hombres. En cambio en China, las tasas para los hombres son veinticinco veces más altas que para las mujeres. Estos indicadores nada tienen que ver con diferencias biológicas entre mujeres suecas y chinas, sino con el poder de la aprobación y/o desaprobación social en un contexto determinado.

Otro ejemplo. Los diez países con mayor proporción de personas con problemas de alcoholismo son europeos. En algunos casos, y sin que suene a justificativo, ciertas condiciones climáticas adversas resultan un detonante para el uso abusivo de las bebidas con alcohol. En contrapartida, las únicas regiones que ciertamente no tienen ningún problema con la bebida son Medio Oriente y el Magreb. La razón: la mayor parte de la población profesa el Islam, una religión que prohíbe el consumo de alcohol. El Islam se desarrolló en regiones muy secas, en parte desierto. En regiones donde el agua era un bien precioso y escaso, el consumo de alcohol resulta bastante desaconsejable no desde lo moral, sino desde lo biológico.

Lo que sucedió con el alcohol, en términos de tolerancia y de óxido, ahora está ocurriendo con la marihuana y sus pretendidas potencialidades medicinales. Creo que necesitamos urgentemente volver a poner al riesgo en el centro de nuestras estrategias preventivas, y a las adicciones y los usos problemáticos en el centro de la opinión pública. La normalización y la naturalización de ciertas conductas resultan determinantes para establecer prioridades en la agenda. Aquello que no se problematiza no merece atención ni intervención por parte de un Estado, y pasa a convertirse en un micro asunto de las personas afectadas y su círculo cercano que, por su escasa magnitud, no reúne el criterio de valor noticia que el periodismo requiere para otorgarle visibilidad mediática. Y viceversa.

El discurso público sobre las drogas también constituye una posible variable de modelaje contextual, que en sus extremos puede ser un factor de riesgo o de protección en función de que determina nuestros imaginarios sociales, la forma en cómo pensamos o cómo interpretamos la realidad en un espacio y tiempo determinados.

La subjetividad colectiva es otro factor de riesgo (o de protección). Vamos a otro ejemplo concreto. La ciencia aún no ha determinado la efectividad terapéutica del uso de ciertos componentes de la planta de cannabis, ni tampoco se ha podido establecer con certeza que los posibles beneficios superan a los perjuicios para la salud. Sin embargo, a lo largo de los últimos años, al amparo de sus supuestas propiedades panaceicas, se ha ido arraigando una mirada sumamente laxa y benévola en torno al consumo de marihuana con fines medicinales, que ha contribuido a reducir la percepción de riesgo.

Sucede que no importa mucho lo que algo es, sino lo que creemos que algo es. En tiempos de posverdades, creencia y evidencia no necesariamente circulan por carriles idénticos.

Y cuando una suposición se vuelve (supuestamente) mayoritaria y dominante, pensar distinto se torna un acto contracultural y revolucionario, a menudo insostenible para todos los que enarbolan pensamientos opuestos en el campo de la reducción de la demanda de drogas.

Así opera la espiral del silencio.Así se pasa de la sanción social a la normalización. Así se naturalizan ciertas conductas. Quizás no estamos muy lejos de empezar a visualizar a la prevención del uso de drogas como un nuevo tabú.