El artículo de Guillermina Ferraris, comunicadora y periodista, en la Revista argentina Pensamiento Penal, nos invita a reflexionar sobre la intersección entre las políticas de cuidado, la salud comunitaria y la reducción de riesgos como alternativas eficaces frente al fracaso del enfoque prohibicionista en la lucha contra las drogas.

En primer lugar y para contextualizar, la autora afirma que es crucial reconocer que los feminismos antiprohibicionistas ya habían anticipado la conexión entre la «guerra contra las drogas» liderada por Estados Unidos y el creciente encarcelamiento de mujeres cis y trans en América Latina. Este endurecimiento de las políticas de drogas, además de adoptar un enfoque punitivo, ha implementado estrategias de seguridad militarizadas que impactan de manera diferencial en las mujeres.

Las estadísticas respaldan esta afirmación: según el informe Mundial sobre Drogas 2018 de la UNODC, el 35% de la población carcelaria son mujeres condenadas por delitos relacionados con las drogas. Estudios locales, como el del Centro de Estudios Legales y Sociales, confirman que en Argentina la infracción a la Ley de drogas es la principal causa de privación de libertad de las mujeres. Y según estadísticas de la Subsecretaría de Política Criminal de la provincia de Buenos Aires, el 72% de las mujeres trans están detenidas por infracciones a esta misma ley. Este patrón se replica a nivel federal, donde se ha registrado un aumento en los últimos años de mujeres privadas de su libertad.

Estos delitos de drogas mayormente están relacionados con el microtráfico y tienen que ver, casi siempre, con la falta de oportunidades laborales, la exclusión social, la pobreza y la violencia de género. “El combo patriarcado-prohibición se compone de dos formas de opresión sistémica que alojan toda una trama de violencias. La experiencia varía enormemente según la identidad de género, el tipo de uso que esa persona hace de las drogas, el color de piel, la etnia, la vocación, la salud mental, la religión, la edad, la riqueza, la nacionalidad y los antecedentes penales, entre otros factores”. Además, los contextos en los que viven muchas de ellas son de extrema vulnerabilidad económica y violencia de género.

Por otro lado, la autora recalca que el hecho de reconocerse como usuaria implica enfrentarse al prejuicio moral, a diferentes formas de peligro en momentos de ocio y nocturnidad y a la falta de acompañamiento de algunos sectores más moralistas del feminismo.

En cuanto la reducción de daños, hay un análisis de cómo los diseños de las política sociales y los espacios de cuidados para personas usuarias de drogas siguen estando muy masculinizados. Asimismo, la “guerra contra las drogas” también tiene impacto en las mujeres a través de los hombres, al ser ellas en ellas donde recae el sistema de cuidados si la persona encarcelada o que trafica es su pareja, su hijo o cualquier otro hombre de la familia. “Relacionar el paradigma de la reducción de daños con las políticas de cuidado es garantizar que el cuidado sea para todas las personas y no solamente para algunas. Tampoco hay reducción de daños sin salud comunitaria”.

El artículo finaliza dejando la reflexión de la importancia de integrar una perspectiva feminista y de salud comunitaria a la hora de pensar los diseños y políticas sociales en cuanto a la reducción de daños. Y de la necesidad de dejar de hablar de «guerra contra las drogas» para centrarse en la respuesta.

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